HISTORIAS DE KATNISS Y JOHANNA
"AQUÍ Y AHORA"
(Joniss I)
(Joniss I)
***
Fanfic basado en los libros y las películas de "Los Juegos del Hambre".
Localizado cronológicamente en el tercer libro, tras los acontecimientos de "Los Juegos del Hambre: En llamas".
Descargo: los personajes de "Los Juegos del Hambre" no me pertenecen. Esto es tan solo una obra de ficción y no se pretende obtener beneficio económico alguno con ella.
1
Ha salido sola de nuevo. La veo sentada en la tierra, encorvada junto a un
árbol, con la mirada perdida en el suelo. Su mano derecha ciñe con fuerza su
muñeca izquierda, los dedos de esta mano abriéndose y cerrándose en un
movimiento compulsivo. Le he visto hacer eso varias veces. La mayoría, cuando
se escapa al bosque, como hoy. Muy raramente en la Madriguera, como ella lo
llama. Hasta yo me he acostumbrado a hacerlo así. Madriguera de conejos.
El rebelde Distrito 13, ahora reducido y hacinado en una especie de gigantesco
hormiguero humano. En fin, al menos sobrevivieron. Pasando del resto de
Distritos, como apostilla siempre ella con rencor, pero lo hicieron. Y ahora
estamos aquí. Y el mundo, tal y como lo conocemos, podría cambiar.
No quiero pensar en eso. En los planes de Coin, de Heavensbee,
de Haymitch, de todos aquellos que conspiraron a mis espaldas para hacer
de mí un símbolo, una esperanza. Un heraldo de muerte. Ya no sé ni cuánta gente
ha muerto en mi nombre, por mi culpa. He sobrevivido al Vasallaje de los Veinticinco para
ser lo que otros han planeado para mí. Y solo veo un horizonte de sangre en
ello. No, no quiero pensar en eso.
La miro. Sé que sabe que estoy aquí. Al fin y al cabo, es Johanna Mason,
uno de los tributos ganadores de Los Juegos del Hambre. No se sobrevive a la
Arena sin un par de habilidades. Sin intuición. Sin un sexto sentido. Sin
corazón. Bien lo sé yo. Pero, como cada vez que ha ocurrido, sé que no hará
nada. Me dejará observarla, no sé por qué. Johanna Mason no es alguien a quien
le guste la gente. Mucho menos, alguien a quien le guste que la observen a
escondidas. Aun así, aun sabiendo que la estoy observando, no llamará mi
atención.
Pero me equivoco.
—¿Además de descerebrada eres una pervertida, chica en llamas? —dice, sin girarse,
sin elevar la voz.
Suelto un pequeño jadeo. Es la primera vez que lo hace. Que me hace ver que
sabe que estoy aquí.
—No debí darte tan fuerte con el rollo de alambre, ¿eh? —se gira hacia
donde intuye que estoy (al fin y al cabo, yo también soy uno
de los tributos ganadores y tengo mis propias habilidades) y esboza una sonrisa
desprovista de júbilo—. ¿Te jodí algo en tu preciosa cabecita y te has
convertido en una acosadora?
Hago una mueca de fastidio y me doy a ver. Johanna arquea una ceja. Estoy
demasiado lejos para saber si es desprecio, hastío o, directamente, odio.
Cualquiera de las tres opciones sería válida, tratándose de ella, tratándose de
mí. Sobre todo de mí. A Johanna la torturaron por mi culpa. Una más en mi
sangrienta cuenta. No viviré lo suficiente para purgar todos mis pecados.
—No habrás sido una buena chica y me has traído un regalito, ¿verdad?
—dice, estirando sus labios en una sonrisa que no es tal, solo una mueca
sarcástica, desengañada, hostil.
Sé a qué se refiere. Durante los primeros días de nuestra recuperación
Johanna me visitaba para chutarse mi morflina. Nunca me quejé.
Yo fui la causa del dolor que pretendía ahuyentar, ¿cómo podría hacerlo?
—No —replico, avanzando hacia ella.
Johanna emite un sonoro bufido.
—Eres todo un fastidio, chica en llamas.
Llego hasta ella. Debemos de ser —de hecho, sé que lo
somos—, las únicas habitantes del Distrito 13 a las que se les permite salir al
bosque, fuera de obligaciones o por una tarea concreta. A mí, porque sabían
que, si no me concedían esas salidas, me perderían. A Johanna, porque todo le
da igual y sería capaz de abrirse paso a hachazos. Odia la Madriguera. Ella ama
el bosque. Como yo.
Hasta ahí llega todo lo positivo que tenemos en común. Ser tributos
vencedores en nuestros respectivos Juegos y el posterior Vasallaje no pertenece
a esa categoría. Sí a la de experiencia común, jamás a una positiva.
Johanna me deja que me siente a su lado. Sí, he dicho bien. Me lo permite.
Johanna sabe muy bien qué hacer cuando no quiere algo.
—¿Has aprendido mucho? —inquiere, con un deje burlón.
—¿Acerca de qué? —pregunto, confusa.
Me mira. Johanna tiene la mirada que merezco de todas las personas que han
muerto o sufrido por mí.
—De la reproducción de las chinches de árbol, descerebrada —deja pasar unos
segundos para ver si replico, pero, al no hacerlo, vuelve a girarse y resopla
de nuevo—. Pues entonces sí resultó que te
convertí en una pervertida acechadora.
No contesto. ¿Para qué? Si Johanna decidiera pasar cinco minutos de cada
día golpeándome con un palo, le dejaría. Ella, al menos, tendría su
oportunidad. Los cadáveres calcinados de lo que una vez fue mi hogar, el
Distrito 12, nunca podrán. Todos y cada uno de los que lo están haciendo hoy
—morir en mi nombre—, mañana, la semana que viene, tampoco. Por mí, siempre por
mí. El maldito Sinsajo. El heraldo de la muerte.
Siento que soy un fraude. Sé que lo soy. No quieren que
luche en primera línea. Quieren acicalarme, moldearme, convertirme en una
muñeca parlante. No pienso consentírselo. Iré hasta el mismísimo Capitolio y le
haré tragar a Snow sus nauseabundas rosas. Directamente a través de su jodida
tráquea abierta.
Pero no puedo desprenderme de los remordimientos. Miro de reojo la mano
izquierda de Johanna, la que abre y cierra de forma compulsiva. Ya no lo hace,
pero me fijo en que sus manos son ahora dos puños en los que destacan unos
nudillos pálidos como la luz de la luna. No me hacía falta verlos para saber
que todo su cuerpo está en tensión. Debe de tener ganas de partirme la cara y
todavía no me explico por qué no lo ha hecho ya. Oportunidades no le han
faltado, desde luego. Y debería saber que yo me dejaría. Supongo que, por
ahora, se conforma con insultarme y darme la consideración de un perro sarnoso.
Pese a ello, siento una oleada de pena atravesar mi pecho. Por ella. Por todos.
Muchos han perdido demasiado. Yo, al menos, tengo a mamá, a Prim, a Gale y a
Peeta. Johanna, no. Johanna está sola. Si no estuviéramos en el mundo en el que
estamos, si la vida no fuese la que es, rodearía sus hombros con un brazo y
trataría de consolarla. ¡Solo somos dos chicas que apenas han salido de la
adolescencia, por favor! Pero el mundo, la vida y Johanna son como y lo que
son. No puedo decirle nada, porque Johanna no acepta lo que ella consideraría
compasión. Si se lo comentaras, te diría que hizo lo que hizo y punto.
Pero pienso en la morflina que se inyectaba. En cómo la torturaron. Quizás
todavía no esté bien.
—¿Te duele? —le pregunto.
—¿El qué?
—La mano —respondo, señalándosela.
Noto su sobresalto. Se gira hacia mí con rapidez, hay un destello en su
mirada que no sé cómo interpretar. Diría que cólera, porque es Johanna Mason,
pero podría equivocarme. Siento algo extraño ante esa fugaz mirada. Había algo
más en ella, antes de que la retirara. ¿Miedo? Pero Johanna
Mason nunca tiene miedo. Me lo dijo ella misma. “No pueden hacerme daño,
no soy como vosotros. A mí no me queda nadie”. Eso es lo que me contestó
cuando, en la Arena, durante el Vasallaje, intenté evitar que fuera a la jungla,
donde los charlajos imitaban las voces torturadas de nuestros seres queridos.
La frase estaba teñida de una inquietante indiferencia, lo dijo como quien
enuncia el titular de una noticia rutinaria. “A mí no me queda nadie”.
Y si te quitan todo
aquello que pueden usar en tu contra, no tienes miedo. Pero, su mirada…
—¿A ti qué te importa, descerebrada? —gruñe, volviendo a perder la mirada
en la tierra.
Se calla, pero hay algo más. Está incómoda, puedo notarlo. No de un modo
físico, sino como el niño obediente que ha robado una manzana del cesto y ve
entrar a su madre. Aunque no le llame la atención, él acabará confesando.
Pero Johanna Mason, no. No lo hará. La Johanna que podría hacer eso, la
chica despreocupada que una vez fue, está perdida dentro de ella, de esa
superviviente recubierta de una coraza de hierro que no tiene a nadie en el
mundo por quien llorar ni de quien preocuparse.
Me gustaría hacerlo por ella. Pero, seguramente me escupiría en la cara si
se lo dijera. Yo debo de ser la primera de su lista en su largo inventario de
desprecios.
—Lárgate —dice, muy bajito. Con rabia.
Veo que la línea de sus hombros se estremece. Quizás se esté esforzando por
evitar golpearme. Nadie puede tocar al Sinsajo, sería un mal negocio para la
rebelión. Pero, como he dicho, a ella le permitiría hacerlo. Nadie lo sabría.
“Me caí de un árbol”, les diría.
No, no es masoquismo. Le aplicaban descargas eléctricas. La sumergían en
agua y la electrocutaban. Dejaban que escuchara los gritos de Petta durante
horas —tic, toc—, como una tortura más. Y a mí, a la niña bonita de la
revolución, me sacaron la primera de la Arena. No a ella, no a Peeta. A
mí. Johanna ni siquiera es capaz de entrar en una ducha. ¡En una
jodida ducha! No puedo ni imaginar la terrible agonía que provoca algo así. Y
—lo que más me duele— le tiene pánico a la lluvia. Ella, una chica del Distrito
7, que ama el bosque. La lluvia es vida para el bosque. Johanna jamás volverá a
disfrutar de un día de lluvia bajo los árboles, oliendo el aroma de la tierra
mojada, maravillándose con el color vivo de la hierba húmeda. A ella la dejaron
allí, para salvarme a mí. Johanna escuchaba los gritos de Peeta a
través de las paredes de su celda. Tic, toc. Agua y descargas. Tic, toc. Y
todo, de nuevo, por mí. El Sinsajo. La chica en llamas. La jodida Katniss Everdeen.
Tic. Toc.
Nunca reveló nada. Pese a las torturas, aguantó. Era de las pocas que
conocía el plan. El pobre Peeta nunca pudo decirles nada, pero Johanna… Johanna
tuvo que hacer crujir sus dientes, y esta es una metáfora miserable para lo que
le ocurrió. Lo soportó, por mí. Sí, de acuerdo, yo no tenía ni
idea del plan, no sabía qué se estaba tramando, no decidí que nos ayudaran a
Peeta y a mí, no ordené sacrificar al resto por mí, por mí, ¡por
mí!
Pero a la chica árbol le aterra el agua y eso es lo único que importa. Así,
¿veis?, si Johanna Mason quisiera partirme la cara, me dejaría.
Pero solo quiere que me vaya. Entiendo su desprecio. Lo siento por mí misma
cada mañana al despertarme. Cada segundo de cada nuevo día. Me levanto,
cabizbaja.
—Lo siento —susurro.
Me voy.
2
Prim es lista. Mucho. E intuitiva. Demasiado. Por eso, esa mañana, fue a mí
a quien buscó. Llegó jadeante y, con el aliento entrecortado, me lo dijo, con
la angustia reflejada en su mirada. ¡Oh, mi hermanita! Algún día será una
médica maravillosa. Sabe tratar a las personas, conectar con ellas. Es
compasiva. Todo lo contrario que yo. No me gustan las personas. No sé qué hacer
con ellas. Hubo un tiempo en el que sentía, pero la Arena se lo
llevó. La Arena y los centenares de cadáveres que llevan mi nombre. Muertos en
nombre de un símbolo.
—Katniss, está lloviendo —me dice, aspirando una brusca bocanada de aire—.
Es una tormenta.
Lista, intuitiva. Mi hermanita sabe leer en el silencio, en las cosas que
no se hacen, en los gestos que no se tienen. Conoce hacia dónde se dirige mi
angustiada mirada, aun cuando ni siquiera yo soy consciente. Sobre quién lo
hago. Por eso sabe que ya no se trata ni de Gale ni de Peeta. Creo que lo sabe
antes que yo, que todavía ando enredada en mi interior, rebosante de ira y
angustia, remordimientos y una vergonzante autocompasión que jamás admitiría.
Tan enredada que ni siquiera me doy cuenta de ese otro sentimiento que, callada
y tímidamente, intenta abrirse paso entre sus hermanos oscuros.
No es necesario que me diga nada más. Johanna está fuera, en el bosque.
Lanzo una maldición y echo a correr hacia el exterior.
Sí, claro, intentan detenerme. Supongo que Coin empieza a hartarse de su
irascible marioneta de porcelana. Yo tengo un papel muy claro en aquel juego y
tener ideas propias no entra en sus planes. Pero, digamos que tendrá que
aceptarlo. Y si quiero salir fuera, ahora, ya, nadie me lo va a
impedir.
Corro hacia el bosque con el corazón saltando en mi pecho, la cortina de
agua empapándome. No lo soportará, pienso, angustiada, mientras me
paso la mano por la cara en un intento de eliminar el agua de mis ojos.
Pequeñas ramas arañan la piel de mi cara, de mis brazos, tironean de la tela de
mis pantalones, enganchándose como si fuesen las diminutas garras de criaturas
maléficas. Siento los pulmones arder. Sé dónde encontrarla, siempre va al mismo
sitio. En esa parte en concreto del bosque creen las rubipolas, unas plantas de
flores carmesíes que abundan en el Distrito 7. A veces la he visto regresar con
la corola de una de ellas guardada en el bolsillo de sus pantalones.
Durante mi alocada carrera resbalo en un par de ocasiones, dándome de
bruces contra el suelo, y ya no se trata solo de agua el líquido que resbala
por mi cara. Ignoro el punzante dolor, abrumada por la angustia. Encuéntrala,
encuéntrala, encuéntrala, es lo único que ocupa mi cabeza.
Lo hago.
Está hecha un ovillo, tirada sobre la empapada tierra. No puedo oírla con
el estruendo de la tormenta, pero sé que está gimiendo. Se abraza a sí misma en
un intento infantil de protegerse. Maldigo a Snow. ¡Solo es agua, maldita
sea!, pienso, con rabia. Agua, joder, y podía derribar a una de las chicas más
fuertes que conocía.
—Johanna —musito en un jadeo cuando llego hasta ella y me arrodillo a su
lado.
No me atrevo a tocarla. No sé cómo será recibido mi gesto. Johanna tiene
los ojos fuertemente cerrados y tiembla de forma espasmódica, como si una
fuerza invisible la zarandeara de un lado a otro. Ahora sí puedo
escuchar sus lamentos. Son casi un susurro, pero los escucho. Se me encoge el
corazón. Indecisa, adelanto una temblorosa mano y la poso sobre su brazo. Noto
de inmediato la tensión. Me inclino sobre ella.
—Johanna —la llamo con suavidad.
Su reacción me sobresalta. Soltando un aullido lastimero se encoge aún más,
intentando mimetizarse con el suelo. Noto que le castañetean los dientes. La
línea de su mandíbula, tensa como un cable de acero, tiembla.
—Tranquila, soy yo, Katniss.
Supongo que no le servirá de mucho consuelo, pero es todo lo que tengo.
Intento tocarla de nuevo, pero es como palpar una roca. Todos sus músculos
están en tensión. Creo que intenta meterse dentro de sí misma. Allí el agua no
la alcanzará.
—Bien, chica árbol —murmuro, mirando a mi alrededor—. Voy a sacarte de
aquí.
Sé que no muy lejos de allí hay una cueva. Empiezo a conocer aquel bosque
como la palma de mi mano. Si logro alejarla del agua tal vez reaccione. La idea
es buena, sí, pero, ¿cómo llevarla a cabo? Vale, Johanna es un saco de huesos,
todavía no se ha recuperado del todo, pero no estoy segura. No de poder cargar
con ella, sino de que acepte mi contacto. Le echo otra mirada. Parece a punto
de romperse. Un hilillo de sangre se desliza barbilla abajo, mezclándose con el
agua. En su agitación se ha mordido el labio. Sacudiendo la cabeza con decisión
me inclino sobre ella y paso mis brazos por debajo de su cuerpo. Alzarla a pulso
es más fácil de lo que creía y la constatación me duele. No sabía de cuántas
formas se podía romper a un ser humano, pero Johanna parece un triste ejemplo
de ello.
Avanzo como puedo entre la furia del agua y la tierra embarrada. No tardo
en localizar la cueva. Johanna no ha abierto la boca en ningún momento, ni
siquiera ha reaccionado físicamente. Es como llevar una piedra enorme en
brazos. Un trozo de roca inánime y frío. Eso me preocupa más que si me hubiera
rechazado con un tortazo. Significa que se encuentra muy lejos de ese bosque.
Acelero el paso.
3
La cueva es angosta, de techo bajo e incómoda. Meto a Johanna lo más lejos
posible de la entrada y ella se limita a quedarse acurrucada donde la dejo.
Tirita como una bandera bajo un huracán, aunque intuyo que no es solo de frío.
—Ya está, Johanna —digo muy bajito, como si le hablara a un animal
acorralado y muerto de miedo—. Aquí no hay agua.
Durante largos, eternos, minutos, no dice nada, no hace nada, no consigo de
ella ni una sola reacción. Sigue agitada por los temblores, pero al menos ya no
gime. No me atrevo a tocarla. Debería abrazarla, tanto para procurarle algo de
calor como consuelo. Eso es lo que harían dos personas normales. Procurarse
cercanía en una situación difícil. Pero, no somos personas normales. Para
empezar, somos tributos supervivientes. Para terminar, somos tributos
supervivientes. Es lo único que nos define. Oh, y que ella fue torturada por mi
causa. No me merezco tocarla. Y no es porque no lo desee, porque,
sorprendentemente, lo deseo. Y no estoy segura de que en el origen
de ese deseo solo esté el dar —¿o buscar?— consuelo. Porque siento que hay algo
más. Me duelen los huesos de puro anhelo, quiero alargar mi mano y tocarla. ¿De
dónde sale esto?, me digo, confusa. Es Johanna, soy yo.
Me aparto, agitada y desconcertada. El corazón me palpita como cuando
corría angustiada por el bosque, buscándola. El tamaño de la cueva hace que no
haya mucho espacio, aun así, me aparto; intento que ella tenga el máximo
posible. Me coloco en el límite de la boca de entrada, tanto, que siento cómo
el agua chorrea por mi espalda. Voy a ganarme un enfriamiento y una mueca de
disgusto por parte de mis marionetistas. Va a quedar poco heroico que la chica
en llamas moquee como una cría de parvulario en los vídeos promocionales.
Que les den.
Me miro las manos. Me tiemblan. ¿De frío, anhelo o angustia? No lo sé. No
quiero saberlo. Miro hacia el exterior. Cuando lo hago, el agua cae sobre mi
cara. No veo nada a causa de la densa cortina de lluvia. Siento un terrible
agobio anidando en mi pecho. Y yo que pensaba que la vida era difícil. Acabo
de darme cuenta de que siempre puede empeorar, y no precisamente por la
perspectiva de que un puñado de esbirros del Capitolio te convierta en un
objetivo a cazar. No sé qué me pasa. El temblor de mis manos se extiende al
resto de mi cuerpo. Miro a Johanna. Ella sigue estremeciéndose, pero ya no
convulsiona. Me miro de nuevo las manos, trémulas. ¡Joder, no tendría que ser
tan difícil! Solo es un abrazo. Cercanía. Consuelo. ¿Solo eso? ¿Solo
eso, jodida Katniss Everdeen?, me cuestiono, enfadada conmigo misma.
Cierro los ojos con fuerza. Escucho un levísimo suspiro entrecortado que
sale de Johanna. Me siento como un monstruo. Somos como bestias heridas.
Atacaríamos a quien quisiera quitarnos la espina incrustada en la garra. No
sabríamos comportarnos como seres humanos ni aunque nos dictaran instrucciones
al pie de la letra. Ahora es un hondo lamento lo que sale de sus labios. No lo
soporto. Me acerco a ella. Debe de estar en shock, y su cuerpo frío
como un témpano. Podría enfermar gravemente. Es increíble, sé que estoy
buscando una justificación. Me enfado de nuevo conmigo. Tomando una
decisión me acerco, extiendo mi brazo y mi mano aletea sobre su costado. Sigue
encogida, hecha un ovillo. La toco. No hay reacción. Poso la palma entera,
aguardo. Me inclino, despacio, me tumbo a su lado, muy
despacio. Me pego a ella y paso un brazo por encima de su cuerpo. Aguanto
la respiración a la espera de la más que probable airada reacción y, cuando
esta no llega, suelto un hondo suspiro de alivio. Me acurruco a su lado, hundo
mi barbilla en su nuca, rodeo su cabeza con el brazo libre y la cerco. Con
mucho cuidado la muevo para hacer que su mejilla repose sobre mi antebrazo.
Siempre será mejor que la dura piedra. Sigue sin reaccionar. Por un instante me
asusta que el shock la haya llevado demasiado lejos, pero
entonces se mueve. Es un movimiento casi imperceptible, pero lo noto, porque
estoy pegada a ella. Se ha acercado. Se ha echado hacia atrás, acurrucándose
contra mí. Aumento con delicadeza mi agarre, aguantando la respiración.
Y entonces lo hace.
Una de sus manos busca la mía. La coge. La aprieta. Cierro los ojos y
reprimo un nuevo suspiro de alivio. Está temblando, lo estamos las dos. Quiero
pensar que es frío, pero sé que no es la razón última; no en mí, al menos. Sé
que ya no se trata de dar o buscar consuelo. Creo que mi interior se ha
detenido, por primera vez en mucho tiempo, y la quietud me ha permitido darme
cuenta de ese nuevo y tímido sentimiento.
Todavía no sé qué hacer con todo ello. Pero, tal vez, no es lo que importe
ahora.
Pasan cerca de quince minutos hasta que Johanna reacciona. Se agita, se
desprende de mi abrazo. Hemos permanecido en silencio todo el tiempo. Por su
respiración, sé que ella ha estado consciente en todo momento. Eso me aterra
más que el rechazo. Significa que ha sabido quién y qué.
Yo, abrazándola. ¿Qué es lo que me aterra? Tal vez, que no estoy preparada para
la expiación. Si alguien como Johanna me acepta bajaré la guardia, me creeré
que tengo derecho al perdón. Y no se lo merecen. No los cientos de muertos que
una vez fueron mis convecinos. No los centenares del resto de Distritos,
espoleados a la rebelión por una mocosa que nunca fue consciente de qué estaba
empezando. No tengo derecho a la normalidad, mucho menos a la felicidad. No
mientras siga siendo el símbolo del sufrimiento.
Pero, realmente, en lo más profundo de mí, sé que no es
esa la razón de ese miedo. No es temor a ser perdonada. Ni mucho menos. Ese
nuevo sentimiento.
Johanna se aparta de mí de repente, con brusquedad. Se semiincorpora,
dándome la espalda. Yo la imito, quedándome sentada, mirando con inquietud su
nuca. Veo cómo agita sus hombros, como si se desprendiese de un manto pesado.
Después, se gira hacia mí. La tormenta de horror sigue velando su mirada,
pero al menos parece tener el control. Aunque sus ojos son como dos pozos
oscuros me alivia descubrir en su fondo la chispa de la claridad. Alza una
ceja, sardónica, y tuerce la boca en una mueca antes de decir:
—¿Qué te has hecho en la cara, descerebrada? Ahora pensarán que he
sido yo.
Bien, pienso, aliviada. Se comporta como una cabrona; por lo tanto, Johanna
está bien.
Me llevo una mano a la frente y noto la hinchazón y el surco de una pequeña
herida.
—Les diré que ha sido el agua —digo, alzándome de hombros—. Que el
Capitolio ha creado una nueva mutación. Lluvia con un buen gancho de izquierda.
Para mi sorpresa, sonríe. Muy, muy levemente, pero lo hace. Después, su
mirada se ensombrece cuando la desvía hacia la boca de la cueva. Sigue
lloviendo torrencialmente.
—No durará para siempre —digo con amabilidad.
Una sombra cruza su rostro cuando replica.
—Lo hará el resto de mi vida. Eso es siempre para mí.
Frunzo el ceño con angustia.
—Pero te están ayudando con eso, ¿verdad? —digo—. La terapia…
—No estoy loca —replica ella, rápidamente y con rudeza.
Su mirada se ha vuelto hosca, como su lenguaje corporal. La tensión ha
regresado a su cuerpo. Me muerdo el labio inferior, arrepentida de haber dicho
nada.
—Lo siento, no quería decir eso, ni pretendía…
—Tú nunca pretendes nada, ¿verdad, chica en llamas? —Me
interrumpe, sonriendo como lo haría un depredador en plena caza—. No pretendes
molestar, no pretendes llevar a los Distritos a la rebelión, no pretendes que
masacren a tu propia gente, ni que otros se sacrifiquen por ti, ni que…
—¡Cállate! —grito.
Es demasiado. La situación me tiene alterada, lo que siento lo hace. Las
hirientes palabras de Johanna hacen que regresen a mi cabeza las que me dijo
Snow la mañana que empezábamos la Gira de la Victoria: “Katniss Everdeen, la
chica en llamas, ha encendido una chispa que, si no se apaga, podría crecer
hasta convertirse en el incendio que destruya Panem”.
—Cállate —repito, tensándome. Creo que he estado a punto de saltar sobre
ella. De pegarle—. ¡Joder! —exclamo, temblando, mientras me tapo los ojos con
una mano.
—Esa boquita…
Detecto la burla en su tono y la miro, llena de rabia. Sí, de acuerdo, soy
el símbolo que lo ha puesto todo patas arriba y sí, joder, tengo
toda la culpa del mundo cargando sobre mis hombros. Lo llevo conmigo a cada
maldito segundo de mi vida. ¡Pero yo no pedí esto!
—No lo pedí —susurro, apretando los dientes. La mirada de Johanna sobre mí
es de curiosidad. Desvío la mía hacia el exterior, sintiendo cómo el frío me
cala hasta los huesos. No tiene nada que ver con el enfriamiento de mi cuerpo,
sino con el de mi alma—. No pedí esto.
—Pero eres lo que eres —dice Johanna. En su voz, esta vez, no hay
animadversión. Creo que lo más amable que Johanna puede ofrecer es un tono
desprovisto de ira, sarcasmo o condescendencia. Eso, en ella, se llama
socializar.
—Sí. Lo soy —replico con amargura—. Un heraldo de muerte.
Mi voz está llena de veneno, de odio, de desazón. El que tengo, el que
siento, lo que soy.
—¿Autocompasión, descerebrada? —replica ella—. No lo hubiera esperado de
ti.
Me giro, llena de rabia de nuevo. Es la rabia que siento contra mí misma,
pero como Johanna es la única persona que está en esa cueva aparte de mí, ella
será la destinataria. Sé que no debo, sé que no puedo, sé que no es justo,
pero… siento tanta rabia. Tengo las imágenes del arrasado Distrito
12 grabadas a fuego en mis pupilas. Solo se salvaron ochocientos. El noventa
por ciento murió. Yo, no.
Ni Johanna se lo espera ni yo misma sabía que lo iba a hacer. Echo hacia
atrás con todas mis fuerzas mi brazo derecho y estampo mi puño contra la dura
roca de la cueva. Yo sigo viva, pienso con amargura, antes de que
mis nudillos se estrellen contra la piedra.
—¡Eh!
La exclamación de alarma y sorpresa de Johanna se mezcla con mi grito de
dolor. Un latigazo recorre mi brazo, desde la punta de mis dedos hasta el
hombro, y sigue más allá, enviando su mensaje a todo mi cuerpo. La mano se me
queda muerta. La sangre empieza a gotear entre el valle de mis nudillos.
—¿Estás descerebrada, descerebrada? —exclama Johanna, llegando
hasta mí y haciéndose con mi mano. Al echarle un vistazo suelta un jadeo—.
Mierda, te la puedes haber roto.
—¿Y qué más da? —Sollozo, apartándola de un empujón con la mano sana y
dejándome caer con la espalda contra la pared—. No voy a disparar mi arco en
ninguna batalla, así que, ¿qué más da?
Johanna me lanza una mirada que podría fulminar al soldado más pintado.
—¡Pues sí que estamos bien con tu jodida autocompasión! —exclama,
enfadada—. ¿Quieres que te haga el favor de rebanarte el cuello, chica en
llamas? Oh, no, espera. Tengo una idea mejor —ladea la cabeza, mirándome,
mientras el reproche destella en su mirada—. Hagamos un ritual público
retransmitiendo tu inmolación en nombre de los Distritos oprimidos. ¿Te parece
bien? Tus zánganos te pondrían de punta en blanco para la ocasión y…
—¡Cállate, joder! —grito, alargando la pierna para darle una patada. Ella,
rápida, la bloquea con el brazo.
—Mejor será que reserves esa rabia para Snow.
—No me dejarán acercarme a él —los sollozos salen de mi pecho sin que pueda
reprimirlos, y eso me hace sentir avergonzada. Me siento como una mierda.
—¡Oh, venga ya! No me jodas, chica en llamas. ¿Vas a enfurruñarte ahora
porque no te dejan masacrar a tu némesis particular? —Johanna resopla y, tras
unos segundos, se acerca y se hace con mi mano con una sorprendente
delicadeza—. Venga, veamos si, oh, no lo quieran los dioses, tengo que amputar
—alza una ceja antes de decir, muy seria—: Siempre podrían injertarte una
plumita de sinsajo en el muñón.
Un jadeo de risa sale de mi boca atropelladamente, mezclado con los
sollozos. Esto es delirante. Somos dos tributos supervivientes, cabreadas con
el mundo, bastante jodidas y cada una tarada en mayor o menor grado.
Y allí estamos, sacándole jugo a la vida. ¿No es para partirse de risa?
Johanna examina con extremo cuidado mi mano. Tantea los huesos y se detiene
ante mi respingo.
—¿Duele? —pregunta, levantando la mirada.
—Sí.
—Entonces, vamos bien —sentencia, satisfecha.
Lo que yo decía, para partirse la caja. Pasamos unos segundos en silencio.
Los dedos de Johanna siguen tanteando con exquisita delicadeza mi mano. No sé
por qué sigue haciéndolo, ya ha quedado claro que la tengo hecha polvo. La
carne ha empezado a hincharse y la piel está levantada y enrojecida allí donde
ha tenido lugar el impacto directo. Si finalmente está rota nada puede hacer.
Entonces hace algo que me deja enmudecida y con el corazón encogido. Sin
dejar de sostener mi mano se gira hacia su derecha, hacia el exterior, y clava
la mirada en la cortina de agua. Noto la súbita tensión que la agarrota y estoy
a punto de preguntarle si pasa algo cuando veo que extiende un tembloroso brazo
hacia la lluvia, con la palma de la mano ahuecada hacia arriba. Lo hace
lentamente, como si temiera que el simple contacto con el líquido tuviera el
terrible poder de deshacer su carne y sus huesos. Con los ojos como platos veo
cómo mete la punta de los dedos en la cascada, con evidente temor, y cierra los
ojos un instante, el mismo que dura el temblor que agita su cuerpo. Sin
embargo, solo dura eso, apenas un segundo, porque entonces, con expresión
resuelta, saca el resto de la mano y deja que la lluvia llene el cuenco
improvisado. Después, con mucho cuidado de no derramarla, la coloca sobre mi
mano herida y la deja caer, limpiando los regueros de sangre.
Estoy tan, tan conmocionada, que no sé qué decir. Johanna
repite la operación varias veces, hasta que mis nudillos están limpios. Noto cómo
tiembla, pero lo ha hecho. Johanna, por esta vez, ha vencido al terror.
—No eres ningún heraldo de muerte —musita de súbito, sin levantar la
mirada, todavía con mi mano herida entre las suyas—. Eres el símbolo de la
esperanza, Katniss. La que nos diste a todos con lo que hiciste.
Doy un nuevo respingo, pero esta vez no ha estado provocado por el dolor y
no solo por la sorpresa de sus palabras. Cuando Johanna ha retirado sus manos
creo haber sentido una leve caricia, sus dedos han seguido la línea de mi palma
hasta la punta de los míos. Siento cómo un escalofrío recorre mi columna y algo
ligero danza en la boca de mi estómago. No sé qué es lo que ha ocurrido
exactamente, si es que ha ocurrido algo, pero se me ha
acelerado el corazón. Sentirme confusa se queda corto para lo que estoy sintiendo.
Sí, la vida puede ser muy complicada.
Johanna se aparta y se desplaza hasta colocarse junto a mí con la espalda
en la pared. Estamos pegadas hombro con hombro y rodilla con rodilla. Aturdida
todavía por la electrizante sensación que perdura como un fantasma en la palma
de mi mano, me estremezco de nuevo por la cercanía física. Cierro los ojos,
ruborizada. Creo que es como si se hubiera activado algún interruptor emocional
dentro de mí que se activa sin control.
Cuando vuelve a hablar, Johanna lo hace en voz baja.
—Vi lo que hiciste con Rue. Cómo la protegiste. Cómo la honraste cuando
murió. Las flores.
Se me forma un nudo en la garganta. Jamás podré olvidar a Rue.
—Todo el mundo lo vio —prosigue—. Y eso, chica en llamas —se gira hacia mí,
con la mirada brillante—, es lo que nos devolvió la dignidad. Tú lo
hiciste.
Una lágrima cae sobre mi mejilla y niego con la cabeza.
—Pero hay tantos muertos… —susurro, acongojada.
Ella asiente y, por primera vez, permite que vea a la chica que debería
haber sido si la crueldad no se hubiera cruzado en su camino. Hay compasión y
hay certeza en su mirada.
—Sí, pero han muerto buscando algo mejor. Lo que el Capitolio ha hecho con
todos nosotros ha sido una aberración. No sé hasta qué punto la vida puede
llamarse así si solo te limitas a sobrevivir como una alimaña. Cómo podíamos
seguir tolerando los Juegos. Todos esos niños —susurra, y esta vez es sobre la
piel de su mejilla por la que se desliza una lágrima.
Sin pesar en lo que hago mi mano sana se mueve y toca la suya en un intento
de consuelo. Cuando intento retirarla, pensando en que podría incomodarla,
Johanna vuelve a sorprenderme. Con un rápido movimiento atrapa mis dedos y los
envuelve entre los suyos. Noto enseguida la sacudida. En mí y en ella. En
Johanna, sobre todo. Tras unos segundos, susurra:
—¿Quieres saber por qué? ¿Por qué me tiembla la mano?
Me doy cuenta de que es la izquierda la que envuelve mis dedos. Aquella que
abre y cierra de forma compulsiva. Soy consciente, extraordinariamente
consciente, de que su dedo pulgar acaricia la piel del dorso de mi mano. Lo
soy de lo que eso me hace sentir.
Hago un silencioso gesto afirmativo con la cabeza, notando cómo cada célula
de mi cuerpo, cada átomo, está enfocada en su tacto. Es como si todo a mi
alrededor hubiese desaparecido. Cueva, lluvia, miedo, angustia. Y solo
existiera esa delicada y simple caricia.
—Porque te perdí —su voz se ensombrece y un velo de congoja la tiñe de pesar—.
Te solté. En la Cornucopia, cuando empezó a girar. Caíste al agua. Durante unos
terribles segundos pensé que te habías ahogado. Todavía tengo pesadillas con
ello. Te suelto, te ahogas, te pierdo.
Una vez más, Johanna me deja sin palabras. La explosión de sentimiento se
expande por mi pecho como una llamarada. Si pudiera materializarse todo lo que
siento, cómo me estoy sintiendo, lo sería. Sería una auténtica chica en
llamas.
“Te pierdo”. Sus dos últimas palabras son la clave. No se está refiriendo a
una pérdida meramente física. Creo que es la clase de pérdida del que se sabe
perteneciente a alguien. El vacío emocional que dejaría. Y lo creo porque
descubro, en ese preciso instante, que es el mismo tipo de pérdida que sentiría
yo si fuese a ella a la que perdiera. Cierro los ojos un instante cuando una
cálida lanza de emoción aguijonea el centro de mi pecho. Pasan unos segundos.
Ella me llama, muy bajito. “Katniss”. Abro los ojos. Está girada hacia mí.
Completo la visión de la Johanna que debería haber sido. Lo que hay en su
mirada no puede tener otro nombre. Y sé, en el fondo de mi castigado corazón,
que es exactamente el mismo que nombra el mío.
—No habría soportado perderte —susurra, mientras las líneas de sus labios
se estremecen.
Es en ese momento cuando encuentro todas las respuestas. Cuando el
sentimiento que había estado arrinconado bajo oleadas de negación y oscuridad,
da un paso adelante. Ni Gale, ni Peeta.
Johanna.
—Pero no pasó —susurro, clavando la mirada en sus ojos.
—No —replica en el mismo tono.
—Y estoy aquí.
—Sí, lo estamos las dos —hace una ligera pausa—. Lo que no sé es de qué
modo.
Su boca sigue temblando y sus ojos adquieren un velo familiar. Miedo,
de nuevo. Como el otro día en el bosque. Y, de golpe, lo comprendo. Comprendo
el significado de ese miedo.
Me tiene miedo a mí. O, más exactamente, a desnudar sus
sentimientos por mí. La que se revela es la que se coloca siempre en una
situación vulnerable, ¿verdad?
Es demasiado. Lo que siento por dentro, lo que ella me hace sentir por
fuera. Cierro los ojos de nuevo, tomando una profunda inspiración. Noto que
intenta retirar su mano, quizás pensando en que lo que ha dicho, si ha sido
comprendido, no tiene respuesta. Ni correspondencia.
Se equivoca.
Recupero con rapidez su mano, al tiempo que me giro levemente para que
nuestros rostros estén encarados. Toco su piel. Soy yo ahora la que acaricia el
dorso de su mano. Y ella la que tiene el color del fuego en sus ojos. No puedo
usar la mano herida, así que ceso mis caricias y llevo la mano sana hasta su
mejilla. La recorro con el dorso de dos dedos y los llevo hasta el límite de
sus labios.
—¿Estás segura? —le pregunto, con voz temblorosa—. ¿De lo que es y que es por
mí?
Ella sonríe con timidez y no hay duda en su tajante gesto afirmativo. Pasan
un par de segundos, durante los que las dos buceamos en nuestras respectivas
miradas. Sé que he encontrado las respuestas en mí, pero, ¿y ella?
—Pero tú… —vacilo, no sabiendo cómo decirlo. Aunque solo hay una forma—. Tú me
odias.
Johanna sonríe. Más bien es una mueca entre mortificada y de disculpa.
—Sí, ¿verdad? —dice—. La protegida chica en llamas, el adorado Sinsajo, a
la que hay que mantener viva a toda costa y por encima de lo que y quien sea. Espera —me
detiene, cuando nota que sus palabras me afectan—. He dicho “la chica en
llamas”, no Katniss —su voz se suaviza—. Katniss es una persona íntegra,
valiente y noble. Y no la odio.
Parpadeo, tan turbada como emocionada.
—Pues me has tenido bastante confundida con ello —acierto a decir.
Ella sonríe.
—Suelo provocar esa sensación en la gente. Tómatelo como algo personal.
—Ya —sonrío a mi vez.
Noto el temblor que agita su boca. Seremos lo que somos, pero no podemos
perder de vista que también, en el fondo, solo somos dos chicas que
acaban de experimentar una perturbadora sacudida emocional.
—¿Tienes miedo? —le pregunto.
Se lo piensa un momento.
—No de ello —dice finalmente, sacudiendo la cabeza—. No de lo que siento y
por quién. No ahora, que lo he dicho en voz alta —hace una pausa—. Pero eso
solo ha sido justo hasta el instante antes de que cogieras mi mano. Hasta ese
momento pensaba que, si eras consciente de ello, me despreciarías.
—No lo habría hecho —digo rápidamente—. No lo hago.
Una fugaz sonrisa cruza su rostro.
—Lo sé —se alza brevemente de hombros—. Ahora lo sé.
—Entonces, ¿de qué tienes miedo?
—No es miedo. No sé qué es exactamente —me lanza una indecisa mirada—.
¿Vértigo?
La comprendo a la perfección. Es justo lo que yo siento. Y también, por qué
no, un poquito de miedo. Pánico, en realidad. Puede que hayamos encontrado
respuestas, pero no sé si ambas somos conscientes de lo que eso significa
realmente. Cómo nos afectará. Sobre todo, por lo que somos, por todo por lo que
hemos pasado. Por quién soy yo, por quién es ella. No somos rosas, somos
espinas. Estamos rotas. Nos han convertido en guiñapos emocionales. Por un
instante, el pánico se hace fuerte y pienso, desalentada: “No sabré dártelo y
tú no sabrás recibirlo”.
—¿Katniss? —le escucho decir, vacilante. Creo que ha notado mi
estremecimiento.
La miro. A su incertidumbre y al dolor que se agazapa tras ella. ¿Piensa
acaso que voy a rechazarla? La idea de su dolor me duele y, en ese instante,
ella prevalece sobre todo lo demás. Sobre mis dudas, sobre mi miedo.
Creo que solo hay una forma de hacer esto o nos pasaremos el resto de
nuestra vida sin la respuesta definitiva.
—¿Lo deseas? —le pregunto, clavando mi mirada en la suya. A pesar de ser yo
la que hace la pregunta, casi pierdo mi voz por el repunte de emoción.
Johanna no responde con palabras. Ya no es tiempo de ellas. El fuego se
aviva en sus ojos en el mismo instante que recoge mi mano sana y la encierra en
la suya, acunando ambas junto a su pecho con delicadeza. Me siento
miserable cuando, durante una milésima de segundo, me sorprende su gesto. Sé
dónde está el origen de esa sorpresa: he antepuesto lo que hasta ahora conozco
de ella por encima de su derecho a la ternura, la calidez, el sentimiento. Por
eso, cuando Johanna se inclina hacia mí, muy despacio, soy yo la que cierra la
distancia llegando hasta ella. Hasta su boca. “Perdóname”, le pido en silencio.
Y “Sí”, le estoy diciendo también. Sí a lo que ambas sentimos.
Me pierdo en sus labios y pienso en qué momento, cómo o por qué
empecé a sentir lo que sentía por ella. En qué momento, cómo o por qué tuve la
inmensa suerte de ser correspondida.
Pronto dejo también de pensar. Tampoco es tiempo ya de hacerlo. Su boca es
cálida, y tierna, y cuidadosa, y…
—Katniss… —susurra con urgencia, apartándose apenas unos milímetros de mis
labios.
—¿Qué? —pregunto en el mismo tono. Siento un zarpazo en el corazón cuando
leo la inseguridad y la incertidumbre de nuevo en su mirada.
—¿Y tú? —Pregunta, con un leve temblor—. ¿Por mí?
Una oleada de pura ternura se hace con mi corazón. No estoy muerta, no he
perdido mis sentimientos, no se han convertido en una pulpa corrupta. Por
primera vez en mucho, mucho tiempo, me siento viva. Sonrío y
me inclino hasta tocar su frente con la mía, mientras libero el pulgar del
cobijo de su mano y acaricio con él el nacimiento de su garganta. Noto cómo se
estremece. El miedo se aleja. Tal vez sí haya una oportunidad.
—Sí, Johanna —digo, bajito, pero firme—. Por ti.
Y como el tiempo de pensar y de las palabras ya había pasado, retomo el
nuevo lenguaje que ha reclamado su legítimo lugar. La beso hasta que siento que
voy a hacerme una con la lluvia. Y sé que ella se siente igual, porque no hay
modo de enmascarar lo que su cuerpo, sus suspiros y sus gemidos me dicen.
Sí, es ella. Y sí, es lo que siento. Lo que sentimos las dos.
Por ahora, es suficiente. En esa cueva, lejos del horror de ahí fuera.
Lejos de guerras, conspiraciones, dolor y angustia. Somos solo ella y yo, y lo
que sentimos.
Es suficiente.
Al menos, aquí y ahora.
***
Continúa en "Donde sea, cuando quieras"
No hay comentarios:
Los comentarios nuevos no están permitidos.