"TIYAH"
Parte II de la Trilogía del Camino
(fanfic de XWP)
(fanfic de XWP)
***
1
La guerrera utilizó la afilada daga en su
mano derecha para atravesar la garganta de su infortunado oponente, mientras la
espada, en su izquierda, reventaba, como una fruta madura, el estómago de un
segundo atacante demasiado lento en su embestida. A continuación, giró sobre sí
misma con pasmosa celeridad, de modo que el movimiento, potenciada su fuerza
por el giro, acabó por seccionar la cabeza del primer hombre y por desparramar
las vísceras por tierra del segundo.
La
guerrera expulsó con fuerza el aire de sus pulmones y se lanzó ciegamente
contra un nuevo contrincante que se abalanzaba sobre ella. No usó daga ni
espada, sino su propio cuerpo, revestido por una ensangrentada armadura cobriza
que cubría su pecho y su estómago. El golpe fue tan brutal que partió los
huesos del hombre como si fueran cañizo, al tiempo que ambos caían sobre el
húmedo musgo. La guerrera se levantó, mas no así el guerrero, que yació
retorciéndose hasta que ella aplastó su cráneo con su bota reforzada. La
guerrera se apartó con gesto indolente el hilillo de sangre que resbalaba de su
frente, y paseó una acerada mirada a su alrededor.
La
lucha tocaba a su fin. El estertor de los agonizantes, los últimos lances, el
olor a sangre y a miedo, a acero, el relincho agudo de las monturas
asustadas... Todo la extasiaba. Todo ese dolor, todo ese sufrimiento, el
espectro del mal zumbando en sus venas.
Buscó
con la mirada a su lugarteniente, Dosha, y cuando sus ojos la capturaron, la
excitación punzó el mapa de su cuerpo. La habían herido.
—Muy bien, pequeña —murmuró,
pasando la punta de su lengua por el labio superior—.Muy bien.
Con un gesto brusco atrajo la atención de
Dosha. Esta leyó en el brillo de los ojos de su ama el deseo, y curvó su boca
con deleite. Asintió e inclinó la cabeza.
Solo entonces, satisfecha, Gabrielle se
retiró del campo de batalla.
2
—¿Cómo
está?
—Muy
débil.
—¿Sobrevivirá?
Silencio.
Susurro de cuero.
—Es
pronto para decirlo —una pausa—. Tal vez no.
Una
maldición mascullada.
—No
puede acabar así.
—¿Así? ¿Cómo?
—Vencida.
—¿Qué
más da, Corice? La muerte es la muerte.
Otro
silencio, más prolongado.
—Pero
Xena es Xena.
Y,
de nuevo, la oscuridad, durante un largo tiempo.
3
—Acércate.
La
orden de Gabrielle era tanto promesa como amenaza. Dosha suplicó, en su
interior, seguir obedeciendo toda su vida ese mandato. Hacía mucho tiempo que había
renunciado a su dignidad, junto con su decencia y su conciencia. Solo habitaba
en ella el acerado filo del miedo, pero no aquel que despoja al ser de todo
ímpetu, sino todo lo contrario. En ella el miedo era un acicate, una ilusión,
era lo que la mantenía viva, el que guiaba sus pasos, el que la conducía a
Gabrielle. El miedo a perderla, a no formar nunca más parte de ella. Y por ello
—y
por ella—
asesinaba, saqueaba y se humillaba.
—Acércate
—volvió a ordenar Gabrielle. Una tienda de piel las cobijaba de la tormenta
nocturna que asolaba la llanura de su última incursión. Había ocho guardias
apostados en su perímetro, no tanto y solo para guardar a su señora de incursiones externas, como para
impedir, cuando había que hacerlo, que los desgraciados que ella mandaba llevar
hasta allí escaparan antes de quedar saciada—. Muestra tus heridas.
Dosha
anticipó con lujuria la lengua de su ama sobre esas mismas heridas que ahora le
mostraba con absoluta entrega. Anticipó esa lengua recorriendo su cuerpo.
También anticipó el dolor, pero no le importaba.
Era
el mejor cachorro que un depredador
como Gabrielle podía tener.
4
De
nuevo, susurro de cuero. Todavía, la oscuridad. El dolor era ahora más lejano,
sordo, pero aún no podía abrir los ojos. ¿Cuánto
tiempo había pasado?
—Corice
—alguien acababa de llegar, una voz distinta a las dos que había escuchado la
primera vez—. Deberías descansar.
—No.
—Eres
obstinada, pero tu obstinación no la salvará.
—Ella
lo hará por sí sola.
—Nunca
apuestes todo tu corazón a una sola suerte, es peligroso.
—Ella
despertará —la voz de la llamada Corice, joven, impetuosa, se tiñó de terca firmeza.
Es obstinada, en verdad,
pensó.
—Quizás
no quiera hacerlo —replicó, con suavidad, la segunda voz.
—¿Por
qué no iba a querer?
—Sabes
muy bien la razón.
—Xena
ha superado heridas peores. Su capacidad de recuperación es legendaria.
—No
todas las heridas se producen en la carne, Corice —replicó con suavidad la
segunda voz. Esta segunda voz era paciente. La que correspondía a Corice, no—. Y las que se llevan dentro son las
que más daño hacen. Sabes en qué estado llegó a nosotras —bajó el tono de voz—,
y lo que implicaban algunas de sus heridas.
—Sigue
sin ser una razón suficiente.
—Para
ti, no para ella —observó la segunda, y alguien, quizás la dueña de esa misma
voz paciente, tocó con delicadeza su frente—. La razón muchas veces no
cumplimenta su cupo. El corazón, sí. No es qué,
Corice, sino quién. No se trata de lo
que le pasó, sino de quién se lo hizo.
—Eso
no son más que palabras, Abrah. Xena está hecha de actos.
—No,
Corice, estás equivocada. Hablas de una Xena pasada. La que ahora yace aquí
está más cerca que nunca de sus emociones, no de sus actos.
—No.
—Tu
corazón engaña a tu razón. Eres joven y tu ímpetu te arrastra al error.
—Soy
una amazona experta.
—El
manejo del arco y la espada siempre es más fácil que el de los asuntos de la
propia vida.
—¡Oh,
Abrah, déjame en paz! —las palabras salieron mordidas de los labios de la
amazona llamada Corice.
—Lo
haré, pero eso no hará que aciertes —unos pasos se alejaron, aunque se
detuvieron no mucho más allá—. Tú veneras a una Xena que no es la que está ante
ti.
Tras
esas últimas palabras los pasos, y su dueña, se alejaron definitivamente. Su
lugar lo ocupó el silencio. Fue en ese silencio cuando cayó en la cuenta.
Claro que no puedo abrir los
ojos,
pensó Xena.
Gabrielle
se los había arrancado.
5
Ocho semanas atrás
—Hace un calor sofocante.
Xena
giró la cabeza y miró a Gabrielle, que se llevaba una mano a la cara para
enjugarse la humedad. La guerrera detuvo a Argo con suavidad y ayudó a la bardo
a desmontar. Ya no cojeaba, pero Xena, pese a sus protestas, la obligaba a ir a
caballo y extremaba sus atenciones. Ella misma conservaba bien visible la
cicatriz en el flanco de su pierna izquierda. Bichos asquerosos, pensó, pero sin ira. Los bajuun sí resultaron
ser unos bichos asquerosos. Las llagas en la piel de Gabrielle habían sanado
pronto; su pierna, también. El corazón de Xena, sin embargo, estaba hecho
trizas. Hacía tres meses que lo cobijaba así en su interior, tres meses desde que
lo supo, desde que le dio un nombre.
—¿Nos
detendremos mucho tiempo?
La
guerrera se giró hacia Gabrielle.
—El
que haga falta.
—No
me importa el calor. Solo lo dije por decir —Xena le lanzó una mirada
cuestionadora y Gabrielle sonrió, como disculpándose—. No hace falta que nos
detengamos si no es preciso porque yo haya hecho ese comentario, Xena.
La
alta mujer ladeó la cabeza.
—¿Si
lo hubiera dicho yo cambiaría la situación?
—Bueno...
—Si
yo lo hubiera dicho y fuese mi deseo detenernos, ¿lo habríamos hecho tan solo
porque era a mí a quien el calor le parecía sofocante? —Había un brillo
divertido en los ojos de la guerrera, pese a su desdichado corazón—. O, tal vez, debamos detenernos en el
hecho objetivo que has enunciado, es decir, que hace un calor sofocante. Y,
así, este hecho en concreto debería hacernos plantear la conveniencia de
continuar o no —hizo una pausa y enarcó una ceja—. ¿No estás de acuerdo?
Gabrielle
dejó caer los brazos a lo largo de su cuerpo, al tiempo que resoplaba con
delicadeza.
—De
acuerdo, Xena, me rindo. Jamás pensé ser superada por nadie en labia, pero tú
debiste ser algo más que una Señora de la Guerra sanguinaria en tus tiempos. ¿Secuestrabas a declamadores para que
te hicieran partícipes de su habilidad y poder así torturar a tus enemigos?
Xena
esbozó una nítida sonrisa. La madurez de Gabrielle era un proceso cada vez más
perceptible. La adolescente aldeana que había aupado a su montura un año atrás
no se habría atrevido a bromear acerca de su pasado de ese modo. Si bien,
tampoco aquella Gabrielle aldeana era la misma que tan solo tres meses atrás la
había arrastrado por un bosque y se había enfrentado a una banda de esclavistas
para protegerla.
—Nos
detenemos, pues —acordó la guerrera, cerrando la cuestión.
—Nos
detenemos, pues —murmuró Gabrielle.
—Así
me gusta. Me molesta amenazarte continuamente con lo de colgarte de los
árboles.
Gabrielle
inició una mueca burlona, pero quedó en sonrisa de devoción al finalizarla.
Esta Xena no era la Xena junto a la que partiera de Poteidea tiempo atrás. No
era, tampoco, la Xena sanguinaria que había sido. Mas, de igual modo, tampoco era
la Xena que había aprendido a
conocer. Esta era más accesible, más solícita pero, al mismo tiempo, más
distante. Cada vez estaba más convencida de que había algo más que salió con Xena de aquel claro en el bosque donde habían
acampado tras curar su rodilla. Algo que, lo intuía, tenía su causa o su
consecuencia en la lágrima de la guerrera derramada junto al fuego, mientras
estuvo sumida en el extraño sopor que le arrebató la consciencia. No era,
pensaba, nada que hurgara con maldad y remordimiento en su corazón pues, y en
ello era certera, no había ahondado el carácter oscuro de la guerrera. Sabía de la extrema vigilia de Xena para con su
pasado, el afloramiento esporádico y doloroso de sus actos repudiados, y el
efecto que tenían en ella. No, aquella lágrima no fue motivada por el filo de
su espada.
Pero tampoco lograba averiguar por qué, entonces. Querría preguntarle, querría acunar su alma pero... Le había pedido paciencia,
paciencia para hacérselo más fácil a alguien que no lo era en absoluto.
Suspiró.
Optó
entonces por seguir, sin más, dejándose llevar por ella, pero no tanto. Dejándose
llevar por lo que ella decidiera o hiciera, pero acotando cuando era necesario.
Xena le permitía eso y mucho más, un
abismo si lo comparaba con los primeros pasos junto a la guerrera, cuando
todavía no tenía un hueso quebrado en su rodilla ni tantos recuerdos, malos,
buenos, mejores o peores.
Cuando
no tenía su alma y su corazón rendidos a esa mujer.
Siempre
pensó que la admiración y el absoluto desconocimiento del mundo antes de ella
tenían la culpa. Siempre pensó que su leyenda y su porte habían tenido la culpa
de su incondicional rendimiento, de su pérdida de raciocinio, de su absoluta
entrega. Hasta que se confesó a sí misma que ni había culpa, ni inexperiencia, ni
pérdida de raciocinio alguna. Estaba ahí, y eso era todo. Lo bueno de ello es que
le hacía sentirse muy feliz. Lo malo,
que también insegura, algo perdida y temerosa. Agradeció no tener una balanza
de cobre a mano para realizar las oportunas pesadas y comprobar hasta qué punto
tenía posibilidades de salir perdiendo en todo ello. Qué tendría más peso y qué
haría inclinar la balanza hacia uno u otro lado. A uno, era perderla. A otro...
¿Qué? Eso, precisamente, era lo que
le hacía sentirse en extremo insegura, temerosa y perdida. No el que Xena se
alejara de su lado. Eso, pese a que su solo pensamiento la llenaba de angustia,
podía permitírselo. Era algo que entraba dentro de la razón, ese dolor, esa angustia,
ese nunca más. Pero, la segunda opción...
—¿Algún
nuevo relato, Gabrielle? —La bardo se giró abruptamente ante la voz de Xena,
muy cerca de ella. La guerrera pasó a su lado, sin mirarla, portando la silla
de Argo. La depositó en el suelo, junto a los petates con las mantas, la comida
y los pergaminos de Gabrielle—. Siempre tienes esa cara cuando te concentras en
una historia —explicó Xena a su silencioso interrogante, echando después un
vistazo a su alrededor—. Iré a por leña seca.
—No,
yo iré —Gabrielle la detuvo con un gesto—. Así pasearé.
Tras
unas breves milésimas de vacilación, Xena se alzó de hombros. Desde que había
sucedido lo de la milicia esclavista era muy reticente a perder de vista a
Gabrielle, pero sabía que no podía atar a la joven a sus miedos.
—De
acuerdo, pero que tu paseo no se convierta en un deambular eterno, ¿eh? —Xean enmascaró
la probable interpretación de sus palabras como una orden añadiendo, con más
ligereza—: Aquí dejas una mujer hambrienta.
La
guerrera siguió con la mirada a la bardo, y cuando Gabrielle se giró para mirarla
antes de ser engullida por la espesura, le sonrió. Una vez la bardo desapareció
de su vista, Xena frunció el ceño y resopló muy suavemente, recordándose cuán
fuerte, cuán cauta y cuán embustera había de ser.
Lo
de infeliz no hacía falta, eso ya era un
recordatorio permanente. A Xena no se le ocurrió pesar en una balanza
los pros y los contras. Había decidido tener a Gabrielle —que ella aceptara
seguir a su lado— el tiempo que hubiera de ser y, corto o largo, lo aceptaría.
No
había rendido aún cuentas con su pasado, sus pesadillas no la habían abandonado,
y el camino parecía seguir siendo la única opción de acallar el remordimiento
que su antaña ira había grabado a sangre y fuego en su alma. Ahora tenía a
Gabrielle a su lado, si bien no a la Gabrielle que había partido de Poteidea.
La que ahora le acompañaba era una mujer, con todo lo que ello implicaba. Y,
para su sorpresa, la temía. Como mujer, la hacía temblar. Y era junto a esa
mujer que había emprendido un nuevo camino, no distinto en su meta, pues las
voces de sus crímenes seguían acechando incansables, sino en su desarrollo.
Ahora, por ello, su camino era menos acelerado, menos arriesgado, si ese
término pudiera ser aplicado a la Era de los Señores de la Guerra que les había
tocado vivir. Ya no se trataba solo del camino de su redención, sino que el de
Gabrielle se había añadido a él, con sus propios matices, sus propias
búsquedas. Qué habría de hallar esta segunda mujer en él, Xena lo ignoraba. Solo
sabía, y era mucho para ella, que había decidido emprenderlo a su lado, para
bien o para mal. No pagaba su compañía, no ordenaba su consuelo, no imponía su
pensamiento, no dictaba sus actos. Y, sin embargo, allí estaba, con ella.
Acompañándola, consolándola. Con una lealtad libre de la sospecha del pago que
estaba acostumbrada a hacer. Había sido capaz de manejar ejércitos enteros de
mercenarios, brutos sin alma que mataban por dos dinares, zafios cuya lealtad
estaba supeditada a su parte del botín. Y ahora, sin siquiera pedirlo, la
fidelidad más absoluta, la entrega, el camino de doble dirección.
Por eso, y no del todo por lo que por ella
sentía, había decidido menguar su ansia, su propia búsqueda, y desacelerar el
ritmo, para poder ofrecerle algo en compensación, un pequeño presente por su
absoluta entrega. Nada que brillara, pues todo destello se perdía con el
tiempo. Nada que cambiara su peso en oro, pues ello se asemejaría obscenamente
al pago a un subalterno y Gabrielle no se lo merecía. Así, le daba lo único que
parecía tener y que Gabrielle sabría estimar: tiempo, y paz en él. Desde que habían
marchado de aquel claro —de aquel sentimiento al que le dio nombre al fin— su
rumbo se había balanceado al mismo ritmo que los días de un comediante
desganado: marchaban por los caminos, sin más. Sin la premura de una amenaza o
la angustia de un requerimiento, sin la agonía de una confrontación y el infame
temor que se había instalado en su interior: el temor a verla herida, o algo
mucho peor. El temor de su mortalidad. Nunca temió más a la Muerte que cuando fue
a buscar a aquellos a quienes amó, y nunca la temería más que aquí y ahora, en
su vida junto a Gabrielle, el único nombre que jamás querría ver en los labios
de la hermana de Hades.
Lo
había asumido. Desde que el sentimiento calara en ella y le diera nombre,
Gabrielle era lo único que importaba. Jamás se lo diría, pero se lo
demostraría. Cerrado el camino sobre el hecho de que Gabrielle volviera a su
aldea natal —no la devolvería a una vida que no quería—, lo único que le
quedaba era estar a su lado. Supo así que, en este nuevo camino que habían
emprendido, la que se consideraba acompañante y la que se creía acompañada
habían cambiado sus papeles, por mucho que seguro que una de ellas lo ignorara.
Tampoco ella podía volver. No aún. Las voces
de sus muertos susurraban en sus sueños, el hedor de la sangre injusta los
impregnaba. Además, no estaba muy segura de tener realmente un lugar al cual
regresar. No, desde luego, a su aldea natal. Ya nada le quedaba allí. Su madre
había renegado de ella hacía mucho tiempo, y en justo sentido. No podía
ofrecerle más que vergüenza y escarnio. Para qué, entonces, el retorno. Por
otra parte, no encontraba mejor hogar que Gabrielle, pero, contradictoriamente,
jamás podría reposar junto a ella en ningún hogar.
Sonrió débilmente. Le había resultado fácil
derivar hacia estos últimos pensamientos, ella, la soberana del corazón oscuro.
Pensar en estar con alguien, pensar en una vida distinta a la sangre, el acero
y el camino. Ese camino al que su conciencia y sus remordimientos la empujaban,
el perenne purgatorio del que había hecho su alma atormentada, su vida futura. Y,
sin embargo, podía amar. Intentó
recordar la última vez que había amado y cómo ese amor se trastocó en amargura.
Sintió un súbito escalofrío. Todo se repetía en su vida, como una maldita
espiral sin salida.
—El tuyo debe de ser más interesante —la voz
de Gabrielle, a su izquierda, dejando caer un manojo de leña seca, la apartó de
golpe de sus pensamientos—. El relato, digo. Estabas distraída —una traviesa sonrisa esbozaba
los labios de Gabrielle.
—Había notado tus pasos —replicó la
guerrera—. Sabía que eras tú —la mujer que amaba a esa otra mujer se replegó
silenciosamente, ocultándose muy dentro de sí, callando. La guerrera que la acompañaba
dio un paso al frente—. Arrastras el talón al andar y tu paso, aunque ligero,
siempre es audible. Al menos para mí —Que
lo reconocería en cualquier lugar, bajo cualquier circunstancia, añadió
mentalmente. No se había ocultado tan
lejos, al parecer, la mujer que amaba a esa otra mujer—. ¿Te cansaste de
deambular?
—Recordé a la mujer hambrienta que dejaba
aquí —respondió Gabrielle, mientras separaba por tamaños la leña.
Xena
sonrió. Infame tristeza la suya, que encontraba la gracia en la desdicha, en
este tan cerca, tan lejos en el que se había convertido la compañía de la bardo
para ella.
—¿Algo
que yo también pueda disfrutar? —Gabrielle había captado su sonrisa.
—¿Cómo?
—Gabrielle alzó su dedo índice, dibujando la estela de una sonrisa sobre su
rostro, imitándola—. Ah, eso —Xena volvió a sonreír—. Demasiado joven para compartirlo
contigo.
Gabrielle
arqueó las cejas.
—¿Desde
cuándo?
—Evidentemente,
desde que naciste —Xena empezó a despojarse de la armadura.
Gabrielle
torció el gesto.
—Empezaron
los juegos de palabras —suspiró, con resignación. Miró a su alrededor—. ¿Qué
quieres que haga?
—Descansar.
Yo he de seguir cumpliendo mi promesa.
—Podría
relevarte de ella —propuso la bardo.
—¿Tan
mal cocino? —Xena fingió ofenderse.
—No,
a fe que no —Gabrielle emitió una ligera risa—. El último pastel de carne que hiciste... —dejó la frase en el aire,
rematada por una esplendorosa sonrisa.
Xena terminó de apilar la última pieza de su coraza.
Dejó la espada, no obstante, lo suficientemente cerca de ella como para no
arrepentirse de no haberlo hecho si algo ocurría. Se acercó a Gabrielle y
escogió un puñado de ramas de pequeño tamaño.
—Me alegro de que mi comida te guste —Xena
estudió una de las pequeñas ramitas y después miró el resto, agrupado escrupulosamente
por tamaños—. Siempre tan metódica.
Gabrielle
le hizo un gesto burlón y se sentó en la tierra.
—Si
yo ahora te preguntara si vamos a estar mucho tiempo aquí, ¿tú me replicarías
con algo tipo “Si fuese yo la que quisiera estar mucho tiempo aquí nos
quedaríamos mucho tiempo aquí?”. Observa,
por favor, que no he mencionado en ningún momento el hecho o deseo por mi parte
de querer permanecer un largo periodo en este lugar.
—¿Tienes
prisa? —Xena terminó de apilar las ramitas en la estructura que después se
convertiría en una hoguera.
—Si
yo dijera que... —empezó la bardo.
—Gabrielle
—la interrumpió Xena, golpeando el pedernal y avivando una pequeña llama en la
leña—. No hay ningún problema en que estemos aquí, o en que lo hagamos por
mucho o poco tiempo. Tranquila —echó una rápida mirada al cielo—. Es hora de
comer, y el calor no hará más que apretar a partir de ahora. Está bien que nos
hayamos detenido.
Gabrielle
arqueó las cejas.
—De
acuerdo —murmuró, al tiempo que estiraba la pierna de la rodilla fracturada y
se la masajeaba.
Xena
la observó de reojo y después volvió a clavar la vista en la hoguera.
—Tardará
en sanar, y puede que nunca llegue a hacerlo del todo —comentó—. El hueso está
soldado, pero el dolor te murmurará toda tu vida —bajó el tono de voz hasta
convertirlo en un susurro prácticamente inaudible—. A mí me habla
constantemente.
Gabrielle,
sin embargo, alcanzó a oírla. Sintió estremecerse su corazón, de pena y,
todavía, esperanzado asombro. Confidencias como la que acababa de escucharle
habían sido inauditas en la rutina entre ambas, y lo habían sido —Gabrielle era
consciente— hasta lo ocurrido con el grupo bajuun. La bardo sabía que se había
operado un cambio en la guerrera desde entonces. Y ahora, era una de esas cosas
a las que estaba empezando a acostumbrarse, entre el asombro y la esperanza.
Que Xena se abriera más a ella, como siempre había deseado. Que no se
retrajera, que no regresara a su isla interior. A veces eran pequeños
comentarios que hacían referencia a su pasada vida como Señora de la Guerra. Otras,
miradas silenciosas que sorprendía en la guerrera y que iban más allá del
espectro de dolor, angustia, decisión o pena que hasta ese momento lo cubrían.
Había, en estas nuevas miradas, algo cercano al anhelo, o la melancolía, quizás
a un temor que la bardo no identificaba con lo físico, sino con algo más
íntimo. Todavía no era capaz de desentrañar el misterio que era el alma
encerrada de la guerrera, pero esperaba, esperanzada, que aquella le permitiera
seguir viendo parte de esa alma que tanto anhelaba acunar.
—Algún
día callará —murmuró, así, como respuesta a las palabras de Xena, deseando transmitir
el consuelo que entreveía necesitado en ellas.
Si Xena la oyó o no, no lo supo. La llama de
la hoguera prendió y la guerrera siguió con la mirada el rastro fugaz del fuego
ascendiendo al cielo.
6
Esta
vez le había hecho daño de verdad. Tanto, que Dosha yacía agonizando a sus
pies. Gabrielle torció el gesto con desagrado, no por la visión de las
laceraciones, ni el respirar penoso o el final de la vida ante sus ojos —y por
su mano— de su lugarteniente. Su desagrado provenía por la molestia de quedarse, otra vez, sin juguete, sin diversión
al final del día, sin cachorro amaestrado.
Bufó
con hastío.
Encontrar a otra, enseñarle lo que le
gustaba, lo que esperaba, lo que exigía. Esas guerreras sucias, sin más mundo
que el filo de sus armas, embrutecidas como animales, buenas para obedecer y
ser temidas por los débiles. Su hastío aumentaba. Peores los guerreros, más
sucios aún, inútiles para otra cosa que no fuera matar, saquear y morir.
Se agachó, saco la daga de la bota de su
pierna, alzó la barbilla de Dosha, le abrió la garganta y contempló su muerte
con la helada mirada de la indiferencia. Había acabado por cansarse de ella, de
su devoción perruna, de esos ojos enamorados que le provocaban náuseas. La
novedad de su última lugarteniente se había agotado hacía mucho.
La novedad. El
pensamiento la pilló desprevenida y la enfureció por su debilidad.
Xena
había sido toda una novedad.
7
—Está
despertando —susurró
Corice.
—Vigila
que no toque su rostro.
—No
hace falta que me lo digas —un tono áspero.
—Está
bien, Corice —un
tono conciliador.
—¡Mira!
Xena
no sabía si deseaba despertar, pero sus reflejos la habían traicionado y sabía
que su mano se había movido involuntariamente. Había estado retornando de forma
intermitente a la consciencia durante ¿cuánto
tiempo?, y ahora despertaba. Despertaba a la vida y, con ello, a los
recuerdos.
Ya
lo estaba lamentando.
—¿Xena?
La voz obstinada que había estado siempre
allí, en sus ocasionales estados de lucidez. No quería contestar, no quería
abrir los ojos —¿Ojos? ¿Qué ojos?—. Quería que la dejaran en
paz, querría haber muerto, quizás no haber nacido.
—Xena.
Quizás,
si no volvía a moverse, si se quedaba quieta, se cansarían y la dejarían en
paz. Quizás, si lograse dejar de respirar…Quizás.
—Xena
—el
tono conciliador. Abrah,
recordaba—.
Vamos, Xena, haz un esfuerzo.
¿Esfuerzo? Ni
siquiera quería respirar, por todos lo dioses. Dejadme en paz.
—¿Ha
dicho algo? —la voz
de la llamada Corice, ansiosa.
—Ha
murmurado, pero no sé qué —tocaron su frente—. No tiene fiebre ya.
—¿Le
damos agua?
—Moja
ese paño y toca con él sus labios.
Alguien,
supuso que la ansiosa Corice, lo hizo.
—Respira
con agitación.
—¿Xena?
—era
Abrah, a su oído,
muy suavemente—. Vamos, Xena, sé que estás consciente —notaba su mano, firme y delicada,
alrededor de su antebrazo, presionándolo—. Vamos.
¿Por qué habría de hacerlo?,
pensó. Dame una sola razón.
—Ha
vuelto a murmurar —dijo
Corice.
¿Estaba murmurando?
—Xena,
es hora de que vuelvas con nosotras.
—No.
Un
respingo de sorpresa de una de ellas, y entusiasmo en la voz de
Corice.
—¡Ha
despertado!
¿Es que había dicho eso en
voz alta?
—Ayúdame
a incorporarla, Corice.
Lo
hicieron, y las maldijo por ello. Habían logrado hacerle daño.
—Xena,
soy Abrah, la sanadora, y a mi lado está Corice. ¿Recuerdas dónde estás?
Intentó ignorar sus palabras, su pregunta, su
voz. Intentó hacerles creer que había muerto, intentó no tener que ser ella,
Xena, y su vida y sus recuerdos…
—Gabrielle… —murmuró.
…
y Gabrielle.
—Despacio,
Xena. Todavía estás débil.
—Estás
a salvo, en los Territorios del Este —dijo Corice.
Silencio.
—Lo
sé —habló
al fin, con la voz rota. Empezaba a despejarse, pero estaba segura de que lo
lamentaría.
—Corice,
calienta sopa. Y trae a Domila —había, Xena se dio cuenta, alivio en la voz de Abrah.
Escuchó pasos que se alejaban. Supuso que la impetuosa
Corice estaba cumpliendo el encargo. Sabía dónde y con quién estaba. Las amazonas
del Este. La habían ayudado. La batalla contra el ejército de Gabrielle.
Gabrielle.
—No
intentes resolver el universo en un segundo, Xena, no podrías —la voz de Abrah. ¿Acaso había escuchado sus pensamientos?—. Ve poco a poco.
—Mis
ojos —susurró.
Abrah,
lo notó, inspiró.
—Estás
ciega, Xena, lo siento. Nada pude hacer.
La guerrera tardó en responder. Cuando lo
hizo, Abrah apenas sí entendió su susurro.
—Lo sé.
Ruidos
a su izquierda, pasos y susurro de cuero y tela.
—Xena,
me alegra verte incorporada —reconoció la voz. Domila, la regente de las tribus del
Este.
—Domila.
—Xena,
soy Mebira —dijo otra
voz.
—Te
recuerdo. Eres la militiane del clan.
No
dijo nada más, pero percibió la súbita tensión que se produjo tras sus
palabras. No había habido rastro de reproche en sus palabras, ni entraba en su
intención. La estrategia de Mebira en el campo de batalla había sido
acertada. Pero no había contado —ni ella tampoco— con la abrumadora fuerza
del odio y la locura.
El
silencio se prolongó hasta que alguien más entró. Percibió el aroma de la sopa.
—Bien,
Xena —la
voz de Domila—.
Ahora solo piensa en recuperarte. Volveré a visitarte más adelante.
—Domila
—la
llamó.
—¿Sí?
—¿Sigue
avanzando? —no
quiso pronunciar su nombre. O no pudo.
—Sí —respondió Domila sin vacilar—. Ha tomado varias aldeas de la periferia. Pero no hablaremos
ahora de eso. Primero, recupérate.
—No.
Ahora —esta
vez la voz terca era la de la propia Xena. Cansada, pero terca. Notó que
alguien se inclinaba sobre ella.
—No —Domila, junto a su rostro,
sin exigir, pero firme—. Cada cosa a su tiempo, Xena. Debes recuperarte primero.
Se
alejó. Se alejaron todas. Olía a sopa. Sintió náuseas.
—Toma,
Xena, te hará bien —la voz de Corice.
Su
rostro. Vio su rostro dibujado en su recuerdo. Sabía quién era esta amazona
obstinada, ahora la recordaba. Una arquera que había estado a su lado antes de
la batalla. Y era tan obstinada como lo indicaba su voz, sobre todo en su
empeño en considerarla todavía una guerrera indestructible. Corice. La arquera
con el brillo de admiración en los ojos cada vez que se dirigía a ella. ¿Mantienes aún tu admiración?, se
preguntó con amargura.
—La
sopa, Xena.
—No
tengo hambre.
—Debes
comer.
—No
tengo hambre, Corice.
—Pero
debes comer.
—Corice
—intentó
ser paciente—, lo
próximo que haré será mover mis brazos para derribar ese cuenco que seguramente
acercas a mí. ¿Comprendes?
—Pero
debes comer. Debes sanar.
—Dame
una razón.
Silencio.
—Eres
una guerrera. Eres Xena.
Xena
emitió una risa corta y gutural.
—Eso
no me dice nada. ¿A ti sí, Corice? —le preguntó con sorna.
—Madre
hablaba mucho de ti.
—¿De
la Destructora de Naciones, de la impía asesina o de la portadora de dolor?
Dime, Corice —su
tono rezumaba amargura. Había despertado, sí. Y todo lo demás con ella.
—De
la guerrera que se guiaba por un código —la joven amazona frunció el
ceño. ¿Por qué demonios le hablaba así?
¿Por qué escupía sobre sí misma?
—Era
una asesina, Corice —Xena apretó la mandíbula con rabia—. Tu madre ocultó ese punto
esencial en su relato. Dañé incluso a amazonas, en el Norte. No había ningún
código.
—Conozco
lo que hiciste. Madre decía que cada daño tenía su cura. Sabía de tus
conquistas. También, que no permitías la muerte de niños y mujeres.
—Cuando
matas a sus padres y maridos, cuando arrasas sus casas y quemas sus cosechas,
cuando les despojas de todos sus bienes, cuando haces todo eso, los matas
también, Corice —Por no hablar de una pequeña aldea
llamada Cirra, claro.
—Pero…
La
guerrera alzó bruscamente la mano, atajándola. Estaba agotada. Con el corazón
deshecho. No quería seguir esa conversación, no quería seguir ninguna otra
conversación.
—Sé
que has dejado ya ese camino y puedo entender lo que pretendes con ello. Eso es
un código —insistió
Corice.
Xena
inició un gesto de dolor. Eso es,
arquera, recuérdame mi redención... y recuérdamela a ella.
—No
deseo seguir con esto, Corice. Te ruego que me dejes sola.
—La
sopa…
—Si
te vas, la tomaré —le
dijo, sin ninguna intención de hacer lo que decía.
Corice
abandonó la estancia, a regañadientes. Cuando se quedó sola, Xena se abandonó a
los recuerdos.
8
Observaba a Xena dormir. Le gustaba
así. Cuando dormía, arrebataba la inquietud de su rostro y quedaba en su lugar
la que debería haber sido su expresión —estaba segura— si la ira no se hubiera
cruzado en su camino. ¿Cómo habría sido Xena sin su espada y la sangre en su
vida? Arqueó una ceja cuando la imagen se formó en su cabeza. ¿Xena, aldeana?
Desechó la idea por descabellada, pero guardó para sí un pequeño poso, pues
halló un extraño alivio en la idea de Xena instalada en algún lugar. Ello
significaría que al fin había encontrado la paz suficiente como para dejar de
buscar. ¿Y ella? ¿Qué haría ella? Volver
a Poteidea, pensó, pero enseguida rechazó la idea, casi sin darle tiempo a
formarse. No, estaba claro que Poteidea no tenía camino de vuelta para ella. ¿Y si…? Pero no, no, era imposible.
Aquello tampoco podía ser.
¿Verdad?
9
El olor a carne quemada, a cabello
abrasado. El cuerpo de Dosha quemaba bien, ese fue su pensamiento. Nadie dijo
nada, nadie preguntó nada. Tan solo Persiah, la hermana de Dosha, que también
servía en su ejército, se permitió el lujo de lanzarle una mirada de odio. Pero
nada más. Sacaron el cuerpo de la última lugarteniente que había tenido el
coraje de serlo y la quemaron en el centro mismo del campamento, ante la mirada
regocijada de Gabrielle, inmune a las miradas que su presencia producía.
Prefería
ser temida y odiada a respetada.
Paseó la mirada por su ejército. Allí estaban
los violadores, los asesinos y asesinas, saqueadores de tumbas, parricidas,
bastardos, impíos y criminales que toda estirpe produce a lo largo de su
simiente. Todos los advenedizos, villanos, parias y borrachos. Sonrió,
satisfecha. Su ejército.
Ahora,
el puesto de lugarteniente estaba disponible.
Gabrielle,
caudilla de un ejército de bestias, tiyah
maldita, rio sin felicidad.
10
—Las
tribus de los Territorios Sur, Norte y Oeste están a dos días de camino de
aquí. Cuando lleguen, todo estará dispuesto para el ataque. Seremos más y
estaremos mejor preparadas.
Xena
ladeó la cabeza. Hacía cuatro días que había
recuperado el conocimiento y solo uno que había decidido salir de la cabaña que
había sido su lugar de curación. Domila le había pedido que asistiera al
Consejo del Clan. Habría querido negarse, no quería saber nada de la cercana
confrontación, no deseaba conocer los detalles del nuevo plan para matar a
Gabrielle. Solo quería olvidar y desaparecer en ese olvido, como una mota de
polvo que se limpia con el dorso de la mano. Ojalá se hallara inmersa en una
pesadilla de la cual pudiera despertar. Pero no había tal pesadilla, solo
realidad.
Tampoco
había Gabrielle. Su Gabrielle.
Gabrielle nunca le habría hecho lo que esa otra Gabrielle le hizo. No le habría
arrancado los ojos. No le habría hecho todo lo demás.
Tragó con dificultad, queriendo deshacer el
nudo de bilis que se le había formado, queriendo detener los acelerados latidos
que amenazaban con hacer reventar su alma. Desde que todo ocurrió luchaba
constantemente contra su interior, una lucha titánica consigo misma que la
estaba dejando más agotada que si hubiera enfrentado la peor de las batallas
cuerpo a cuerpo. Luchaba por no odiar a esa otra Gabrielle que era tanto —y no lo era— la Gabrielle que ella
amaba. Aquel sentimiento al que por fin había dado un nombre se había instalado
en ella dando la cara. Amaba a Gabrielle, sí, y ya era capaz de reconocerlo
abiertamente ante sí misma. Pero Xena sabía que su osadía era debida a la
certeza de su pérdida, de la pérdida de la —ignorante— receptora
de ese amor. Su Gabrielle.
Había otra lucha, igual o mayor a la que
enfrentaba. Luchaba, también, por hallar una solución, una salida al bosque
marchito en el que se había convertido su vida, la de ambas.
Domila
hablaba al Consejo. Ella regresó a aquella tarde aciaga, maldiciendo una y otra
vez al Destino.
11
Gabrielle dejó de observar a Xena y, con un
suspiro, decidió despertarla. Era inaudito que, por una vez, ella se hubiera
despertado antes. Pero notaba a Xena cansada, más de lo habitual. Había
despertado de aquel extraño letargo de hacía tres meses consumida físicamente,
como si su cuerpo se hubiera desgastado a pasos acelerados. Como si, en vez de
unos días inconsciente, hubiera estado meses. Su voluntad seguía siendo la
misma de siempre, pero no podía esperar que unos músculos cansados la
obedecieran sin tregua.
Reprimió el irracional temor que desde entonces
la embargaba. Ese miedo inconsciente a que, cada vez que Xena cerraba los ojos,
volviera a caer en el extraño letargo. Sacudió su cabeza para apartarlo de sí.
Volvió a permitirse ese pequeño regalo que se daba a sí misma y demoró
despertar a la guerrera unos instantes, para perderse en su rostro dormido.
Como siempre, Xena tenía razón, habían hecho bien en detenerse, hiciera o no
calor. Sonrió levemente. Esta mujer dormida a su lado. Su actitud solícita. Una
Xena extraordinariamente cercana en lo emocional. Lo notaba. Desde su
despertar. Desde aquel claro en el bosque rodeada de bajuun, cuando todo lo creía perdido, y su
último pensamiento fue hacia ella, cuando hubiese querido...
Tuvo el intenso deseo de acariciar su rostro,
ahora, ya. Deslizar la yema de sus dedos por esa piel, besar sus labios,
acariciar su cabello. Nunca antes había experimentado tal ansia, no al menos
tan franca y directa. Se llevó una mano a la boca, súbitamente alarmada y
azorada. ¿Había deseado besar a Xena?
—¿Sueñas ahora
despierta?
Gabrielle parpadeó, dando un leve respingo,
sorprendida por la voz de Xena. ¿No estaba dormida?
—¿Qué? —balbuceó, el corazón latiéndole a mil
en el pecho. ¡Había deseado besar a Xena!
La guerrera, ajena a las tribulaciones
interiores de la bardo, la observaba, acodada sobre la tierra.
—¿Hola? —Xena sonreía, divertida—. ¿Estás
ahí?
Gabrielle intentó sonreír. Besar sus labios, acariciar su cabello.
—Sí... ¡No!... Quiero decir, sí a que estoy
aquí, no a lo otro —se estaba liando. Sacudió la cabeza con decisión—. Sí,
aquí. Hola. Estás despierta —la miró, casi con horror. Estaba convencida de que
sus deseos estaban claramente expuestos en su rostro, delatándola.
—Lo estoy, sí —Xena la miró con fingida
seriedad—. ¿Te molesta?
—No, no, claro que no.
—Bueno, Gabrielle —Xena se desperezó—. ¿Qué
te apetece hacer hoy?
—¿A mí?
—No, a esa seta de ahí —la guerrera se apartó
un mechón rebelde de la cara—. ¿Seguro que tú estás despierta?
—Sí.
—Bueno, ¿entonces?
Gabrielle se encogió de hombros. Últimamente,
Xena dejaba muchas decisiones a su cargo. La halagaba. La abrumaba.
—No sé —vaciló, si bien controlando por fin
el trastorno de sus latidos—. ¿No hay ningún reino que proteger ni vida que
salvar? —se permitió una sonrisa.
Xena se mordió el labio inferior, fingiendo
meditar.
—No —decidió.
—¿Dragón que matar, príncipe que rescatar?
—No. Y no.
—¿No hay que galopar sobre Argo como posesas?
—La guerrera negó con un gesto—. ¿Ni atender prodigiosos misterios o
truculentos asuntos?
—Diría que no.
—Vaya —musitó Gabrielle, como si todo aquello
fuese en serio—. Deberíamos quejarnos al gremio, esto nos deja en dique seco.
—No hay problema, Gabrielle. Asaltaré a un
incauto viajero, lo degollaré y lo saquearé. O viceversa.
Gabrielle sonrió, sintiendo reanimarse el
acelerado latido de su corazón. Esta Xena distinta a la que había conocido hace
un año. Esta Xena distinta y cercana. Nunca antes había observado en ella la
intención en los juegos de palabras, ni había mostrado una actitud tan ligera.
—Pesada —la oyó decir.
—¿Cómo?
—Digo que eres una pesada, Gabrielle. No le
des más vueltas. Disfruta el momento. La próxima vez que estés en mitad de una
refriega te acordarás de esto y pensarás “¿Por qué no hice caso de las sabias
palabras de mi amiga?”.
Gabrielle asintió. Amiga.
—Tienes razón —la bardo masajeó
pensativamente su barbilla y se le iluminaron los ojos—. ¿Sabes? A un cuarto de
jornada de aquí hay un santuario dedicado a Calarbeer, la Diosa de la Inspiración.
Dicen que sus muros encierran los pergaminos de los primeros mitos y que todo
aquel y aquella que lo visita recibe a cambio un suspiro de musa.
—Pues vayamos —dijo Xena, y a continuación
sonrió con sorna—. No deben de estar nada mal esos suspiros. Tú guías.
La mirada de Gabrielle se iluminó.
—¿En serio? ¿Podemos ir?
—Por supuesto. Ya te lo dije. O eso, o
degollar incautos viajeros.
—Bien —Gabrielle siguió a Xena con la mirada,
mientras esta se levantaba—. Muy bien —murmuró, maravillada.
Por la expectación del viaje, y por algo más.
12
Estaba murmurando. Cuando se dio cuenta ladeó
la cabeza, intentando captar si había sido escuchada. Pero el Consejo estaba en
plena ebullición.
Decidían la total, absoluta, aniquilación del
ejército del tiyah, del demonio cuyas
ansias de sangre eran infinitas.
Como su dolor.
13
Faltaban todavía un par de leguas para
alcanzar el santuario cuando notaron el penetrante olor. Xena lo reconoció de
inmediato. Cadáveres en descomposición. Cientos, por la intensidad de lo que se
olía. Miró a Gabrielle, que frunció el ceño.
—¿Qué es, Xena?
—Muerte, Gabrielle —dijo. Montó en Argo, habían
estado caminando. Aguzó sus sentidos—. Al Norte, no muy lejos —miró a
Gabrielle—. Quédate aquí, por favor. Veré qué es —y azuzó a la yegua.
Gabrielle se quedó
mirando la espalda de la guerrera hasta que un recodo del camino se la tragó.
Rascó suavemente su mentón e intentó enganchar la sensación que tiraba de ella.
Había algo en lo que había dicho la guerrera que había dulcificado su interior.
Cuando lo hizo, cuando supo qué era aquello que había llamado su atención,
sonrió estúpidamente. Xena jamás le había pedido “por favor” que hiciera nada. Normalmente, sus
peticiones se traducían en una orden imperativa. Volvió a sentir la sensación de
cambio que le había estado embargando desde los sucesos de la milicia bajuun. Ese
sentimiento inconcluso, que podía percibir apenas, pero que se convertía en una
ráfaga de viento que se le escapaba de entre la yema de los dedos, como si
siempre estuviera a punto de tocarla y darle nombre, y siempre acabara
escabulléndosele como el agua de un riachuelo.
Y ese sentimiento, eso lo tenía claro,
llevaba el nombre de Xena escrito en él.
14
Mebira captó el
movimiento de Xena, como si estuviera incómoda, y sopesó la idea de acercarse a
ella y preguntarle si se encontraba bien. La observó fugazmente, avergonzada
por mirar a alguien que no podía saberse observada, que no podía devolver la
mirada. Desechó entonces la idea de acercarse. Comprendía la incomodidad de la
guerrera de Amphípolis. Solo podía adivinar el tormento que la guerrera había
pasado junto a ese demonio y lo que allí se hablaba no podía estar haciendo
otra cosa que remover sus recuerdos. No, Xena no necesitaba a nadie ahora a su
lado. Dejó de mirarla y atendió a las palabras de Temar, la chamana de la
tribu.
Xena permaneció
ignorante de la reciente atención de la reina y, aunque se había estremecido, no
había sido por la razón que aventurara Mebira. De hecho, ni siquiera estaba
escuchando ya lo que se decía en el Consejo, atrapada como estaba por los
recuerdos.
Por ejemplo, el del día en el que Gabrielle
desapareció para dejar paso a ese tiyah.
A ese demonio.
15
Sangre. Por todas partes. Sangre reciente.
Sintió arcadas, se sintió enferma. Era un campo de batalla. Cientos de cuerpos
se desparramaban a lo largo de una pradera, regada de sangre y restos humanos.
Se tapó la boca y la nariz y se negó a adentrarse en aquel campo de horror. Tan parecido a los que tú dejabas a tu paso,
le dijo su conciencia.
Por lo poco que pudo ver, la batalla
había sido cruenta y —lo que llamó poderosamente su atención— innecesariamente
cruel. Muchos de los cuerpos presentaban mutilaciones impropias de un
enfrentamiento bélico, no podían haber sido hechas sin una voluntad consciente
previa.
—Tiyah…
El susurro le puso en
alerta. Llegaba de la ladera a sus pies. ¿Había alguien vivo? Desenvainó su
espada. Rastreó con la mirada la porción de terreno y cadáveres. Empezó a descender
lateralmente, apoyándose en la pierna, la espada por delante. Cuerpos abiertos
en canal. Carne sanguinolenta.
—Tiyah.
El susurro otra vez. Aguantando las
náuseas, se dejó resbalar. Un pequeño movimiento la alertó. Se acercó, con
todos sus sentidos a flor de piel. Un pobre diablo seguía vivo, para su
desgracia. Le habían arrancado los ojos y cercenado la nariz. Habían horadado
su pecho. Se puso en tensión, y una vaga sensación de inquietud la recorrió de
arriba abajo.
—¿Quién te ha hecho esto? —Xena examinó las heridas.
No tardaría en morir.
El guerrero moribundo giró la cabeza en
dirección a la voz de Xena. Tenía los labios resecos.
—Tiyah —susurró.
Xena entendió ahora el término. Significaba “Demonio” en tusc arcaico. ¿Un tuscaniano por
estas tierras? Estaba muy lejos de su hogar, al menos a treinta jornadas a
caballo. ¿Qué estaba haciendo aquí? Miró a su alrededor. Los ropajes, las
enseñas sucias de sangre. Un ejército tuscaniano. Se inclinó sobre el moribundo
y tocó su frente. No podía hacer nada por él.
—Saabeh
actioi —susurró Xena.
Si tenía que morir tan lejos de los suyos,
que al menos escuchara la lengua de su hogar. “Saluda a la luz”, le había dicho, una frase ritual en su
cultura ante la muerte. Conocía el reino de Tuscaan, había pasado por allí en
un par de ocasiones, hacía mucho. “Saluda a la luz”, aunque había sido la
oscuridad quien al parecer lo había dejado en ese estado. El tuscaniano inició
un gesto inconexo de su mano y Xena se acercó aún más. Colocó su rostro pegado
a la boca del herido. El guerrero desgranó una breve parrafada que heló la
sangre del corazón de Xena. Una historia de horror que el tuscaniano terminó
con una frase: “Nacte tiyah”.
“Mata al demonio”.
Se quedó con él hasta que exhaló su
último suspiro y abandonó el campo de batalla con suma inquietud. Tenía que
regresar junto a Gabrielle lo antes posible. No le había gustado lo que había
visto. Ni, mucho menos, la historia que le había contado el infeliz agonizante:
un demonio milenario vagabundeando de alma en alma, a través de los tiempos, a
través de las vidas de otros. Una maldición en forma de bestia que anidaba en
cuerpos ajenos, devorando sus corazones, borrando todo rastro de sí mismos. Usmah,
el nombre del demonio, del tiyah corrupto,
anidado en su última víctima, reúne una infame horda de asesinos y asola las
tierras de numerosos reinos. El último de ellos, Tuscaan, el reino del rey
Acromanón, arrasado hasta los cimientos. Un ejército que persigue al demonio,
un ejército que muere al completo en una llanura a treinta jornadas a caballo
de su hogar.
“Ect ebain unmp tiyah”, a Xena le pareció ver una sonrisa en
el rostro agonizante del guerrero tuscaniano cuando lo dijo. “Herimos al
demonio con una flecha envenenada”. Pero se le heló la sangre cuando el
tuscaniano terminó su parrafada: “Buscará un nuevo alojamiento, buscará un
nuevo cuerpo antes de morir. Da con él. Nacte tiyah”.
Xena lo hizo, dio con él.
Aunque no fue exactamente él, sino ella.
16
—¿Gabrielle?
—Xena
giró sobre sí misma, mirando frenéticamente a un lado y a otro, aupada sobre su
montura. La bardo no estaba donde la había dejado—. ¡Gabrielle!
Nada. Recorrió el camino en ambas
direcciones. Se adentró en el bosque cercano, con una sensación creciente de
angustia martilleándola. Fue allí donde halló la tela rasgada. La tierra
removida. El rastro de sangre. Se sintió morir. La tela era de la ropa de
Gabrielle. La sangre era fresca. ¿De Gabrielle? No podía saber si esa sangre
era de ella. Rogó a los dioses porque no fuera así. Ni siquiera se percató de
esa nueva debilidad en ella. Jamás rogaba a los dioses. Los combatía, y punto.
Inspeccionó el lugar. Huellas de dos
personas. Las de menor tamaño, dioses, eran
de Gabrielle. El talón arrastrado. Halló un pequeño rastro de sangre junto a
las más grandes. Recogió parte de ese rastro con los dedos y lo olió. Veneno.
Esta sangre estaba envenenada. Se le revolvió el estómago. La otra sangre era,
pues, de Gabrielle. Siguió el rastro de la sangre envenenada y recorrió así el
camino del demonio herido. El rastro provenía de la misma dirección por la que
ella había regresado: de la llanura plagada de cadáveres. Al principio, al
parecer, había corrido. Las huellas en la tierra eran amplias e imperfectas,
bruscas. Después, había dejado de correr. El contorno de las pisadas era más
nítido. Al final, se había arrastrado. El surco en la tierra. Tras los
arbustos. A menos de cincuenta metros del camino. De Gabrielle.
Asió con fuerza en su puño el trozo de tela y
aspiró, la frente perlada de sudor. Volvió al lugar donde había hallado la tela
rasgada y la sangre. Intensificó la inspección. El demonio había escapado
herido de muerte de la llanura. Había llegado hasta Gabrielle. ¿Y después?
El árbol. En la corteza. Se acercó. Más
sangre. Sin veneno. Un diminuto rastro a sus pies. Huellas, de dos personas. El
corazón se le aceleró. Las huellas más pequeñas dejaban un surco de arrastre,
las otras eran más profundas. La
arrastró. ¿Viva? La respiración se precipitó en sus pulmones. Debía
calmarse.
Unos metros más allá halló el cuerpo.
Un hombre con armadura, boca abajo, tras unos
matorrales. Su cuerpo presentaba diversas laceraciones. Entre ellas, la de una
flecha. Olfateó la herida. Veneno. Giró el cadáver. Su boca se torcía en un
grotesco rictus, los ojos abiertos, oscuros y vacíos. Sin alma, pensó Xena, sintiendo un estremecimiento. ¿Era este,
pues, el tiyah del que había hablado
el tuscaniano moribundo? No, pensó,
sintiendo un estremecimiento. Ya no. Ahora solo era su penúltima
víctima, su penúltima morada. Dos cosas llamaron su atención. Una, un tatuaje,
ya cicatrizado, en el omoplato derecho del cuerpo, trazando un nombre: Usmah. La
otra, la peor, un mechón de cabellos rubios en su mano izquierda.
El demonio errante había encontrado un nuevo
recipiente.
17
Buscó a Gabrielle durante
días, pero fue como si se la hubiera tragado la tierra. En su desesperación,
acudió a nigromantes y augures, pero nada le dijeron. Un gesto de terror
dibujaba sus miradas en cuanto vertían su saber sobre el mechón de pelo pajizo
y la tela rasgada que les llevaba. Palidecían ante la aureola oscura que
emanaba de ellos. Al final, pronunciaban una sola palabra, la única que la
guerrera de Amphípolis no quería oír, pero hacia la cual se encaminaba.
Demonio.
No fue hasta semanas después que supo de ella. Escuchó hablar de
un ejército acaudillado por una mujer que había aniquilado a un pequeño clan de
amazonas pertenecientes al territorio del Este, pero no fue eso lo que le puso
en guardia. Lo que lo hizo fue el rumor acerca de un pequeño detalle: el tatuaje
que la mujer lucía en su omoplato derecho. Usmah.
Se dirigió hacia los territorios
del Este y por el camino fue sabiendo de los numerosos ataques de la guerrera
demoníaca, cómo ampliaba su horda de asesinos impíos. Cómo mataba. Escuchó
historias acerca de su crueldad, incluso hacia su propia tropa, unos guerreros
que cumplían sin vacilación sus órdenes, con sanguinario deleite. Escuchó que
la mujer que los guiaba era inusualmente joven. Y que su pelo era rubio pajizo.
Llegó así al territorio amazona.
Fue conducida ante Domila. Les ofreció su ayuda. La regente conocía a Xena de
sus tiempos de Señora de la Guerra, había oído hablar de sus actos de
redención. Aceptó su ofrecimiento, pero siempre bajo sus órdenes. El territorio
bullía de actividad. Estaban en alerta, las emisarias eran enviadas a los
cuatro confines con órdenes precisas. Varios grupos del clan habían sido
atacados y aniquilados. Los relatos de las supervivientes eran espeluznantes.
Xena portaba consigo su propio
miedo, su corazón deshecho y una única intención. Si Domila hubiera sospechado
de las verdaderas intenciones de la guerrera, a buen seguro que la habría
expulsado o, directamente, ejecutado. Porque Domila ignoraba que Xena
sospechaba de la identidad de la guerrera que atacaba sus tierras. Domila
ignoraba que, mientras la militiane del
clan trazaba la estrategia del ataque, la guerrera de Amphípolis preparaba la
suya propia. Domila ignoraba que Xena quería salvar a su peor enemigo.
La ignorancia que ambas
compartían era el cómo.
18
La primera batalla coordinada contra el
ejército del tiyah se inició de
madrugada, bajo una intensa lluvia que embarró los caminos y tiñó la jornada de
negros augurios. Las amazonas avanzaron bajo una cortina de agua que atronaba
sobre ellas con implacable perseverancia. Las milicias amazonas, estructuradas
según los distintos grupos del territorio del Este, partieron hacia el valle de
Miriahdis, donde las ojeadoras habían
localizado al ejército enemigo.
Xena cabalgaba sobre Argo, escoltada por un
flanco de amazonas arqueras y una
sección de guerreras con lanzas. Una de las arqueras se le había pegado como
una lapa, una joven llamada Corice, que al parecer rendía pleitesía a su pasado
guerrero. Le dolía percibir esa admiración, obtenida por algo que aborrecía.
Por otro lado, la juventud de la arquera, su entusiasmo y su ciega admiración,
le recordaban irremediablemente a Gabrielle. Deseó llegar de una vez al valle.
Cuando lo hizo, deseó no haberlo hecho nunca.
Había dejado de
llover, pero el terreno permanecía embarrado, molesto para las monturas y
dificultoso para las secciones que iban a pie. Algunas amazonas desmontaron y
los caballos fueron llevados a la retaguardia, donde no retrasaran tanto el
avance.
Cuando por fin Xena
avistó el angosto paso, su agudo instinto la alertó de inmediato, pero no supo
definir el peligro. La garganta era más cerrada de lo que habría sido deseable,
pero Mebira había tenido en cuenta esa circunstancia y había desplegado
secciones que avanzaban por la parte superior del barranco, tratando de evitar
así una emboscada. Poco a poco fueron entrando en la quebrada, avanzando en
silencio, alertas. Los únicos sonidos eran el susurro del cuero y la tela, el
entrechocar de los metales, los pasos enfangados y los inquietos relinchos de
las monturas en la retaguardia.
A Xena le preocupaba
tanto silencio, y su instinto le hacía mirar constantemente hacia arriba. Por
ello, fue de las primeras en ver caer los cuerpos en llamas, junto a los
espeluznantes chillidos de dolor.
A
partir de ese momento, todo fue a peor.
19
Los guerreros del tiyah obedecieron ciegamente sus órdenes. Embadurnados de aceite, colgaron
de sus cuellos los odres repletos de la misma sustancia y esperaron la señal de
su caudilla. Cuando la dio, sus compañeros acercaron las antorchas a sus
cuerpos y empezaron a arder en el acto. Con espantosos alaridos salieron de sus
escondites y corrieron hacia las amazonas que avanzaban sobre la parte alta de
la garganta, vigilando el avance paralelo de sus hermanas allá abajo. Los
suicidas, ardiendo como teas, se abalanzaron sobre ellas, y la sorpresa del
momento fue la perdición de muchas. Los kamikazes las arrastraron en un abrazo
mortal, llevándolas con ellos hacia el borde del precipicio y saltando sin vacilación
junto a su desgraciada presa. Los cuerpos de los inmolados y sus víctimas
cayeron por docenas sobre las amazonas en el valle. Al hacerlo, reventaban los
odres llenos de aceite que portaban al cuello, expandiéndose así una llamarada mortal
sobre las amazonas. Sus gritos se mezclaron con unos chillidos espantosos que
venían de la retaguardia, pavoroso preludio a la enloquecida embestida de toda una legión de
caballos ardiendo vivos que corrían hacia ellas, quemándolas, derribándolas,
aplastándolas. Sus propios caballos.
Los guerreros tiyah habían cerrado la retaguardia.
Fue entonces, en
medio de tan atroz pandemónium, cuando todo un ejército surgió ante ellas, literalmente
a sus pies. Cientos de guerreros cubiertos de barro se alzaron de la tierra que
les había servido de escondrijo. Otros saltaron desde los árboles. Muchos más avanzaron
al galope desde el frente. Decenas de amazonas habían muerto ya quemadas o
aplastadas por las monturas aterrorizadas. Las que quedaron en pie se
enfrentaron a su peor pesadilla.
Xena había logrado esquivar los cuerpos
ardiendo, tanto humanos como equinos. Su brazo derecho había sufrido
quemaduras, pero había tenido suerte. El ejército amazona estaba disperso y
descolocado, la contundencia e irracionalidad del ataque lo había fragmentado y
las amazonas estaban siendo aniquiladas, atrapadas por los enemigos en pequeños
grupos aislados. Xena reviviría en sueños, durante mucho tiempo, los alaridos
de agonía de las que se quemaban vivas, los gritos de odio de los suicidas, los
relinchos desesperados. Todo era ruido, gritos y confusión. Vio a las figuras
embarradas arremeter con furia y vio a la tropa enemiga a caballo que se
acercaba por el frente.
Estaban perdidas. Ahora solo se trataba de
ver cuánto tiempo pasaría hasta que Domila ordenara la retirada. Aquí acababa
estrategia de la militiane que había
seguido, ahora le tocaba a ella ejecutar la suya propia.
Encontrarla.
20
Le dolía el costado. No podía oír con
claridad, uno de los golpes le había dejado momentáneamente sorda. Creía tener
rota la mandíbula y solo esperaba que la textura que se había tragado fuera
sangre y no un trozo de su propia lengua. Notaba movimiento a su alrededor, y estaba
claro que estaba siendo transportada, atravesada como un fardo sobre un
caballo, atada de pies y manos, con los
ojos vendados.
Le habían partido los dedos de las manos y le
dolían tanto como eso.
Xena empezaba a recordar cómo había acabado
así.
21
Olía a
carne quemada. Los gritos helaban la sangre. Todo estaba perdido. Lo primero
que hizo fue desmontar y palmear a Argo para que la yegua abandonara el valle. El
noble animal lo haría sin ninguna otra indicación. Xena intentó localizar a
Corice, pero no la vio entre tanta confusión. Escrutó la maraña de cuerpos que
luchaban y trató de distinguir a la guerrera de pelo pajizo que habían descrito
como el tiyah. Por un instante, pensó
cómo reaccionaría si sus sospechas se cumplían y el demonio fuese Gabrielle —algo,
por otra parte, de lo que estaba casi totalmente convencida—. Antes, el control
sobre todo lo que le concernía era férreo, jamás dudaba. De un tiempo a esta
parte solo lograba dudar. Pero tuvo que dejar sus cavilaciones para más tarde,
empuñar su espada y defenderse del ataque de los guerreros tiyah.
No mucho
después Domila ordenó la retirada. Las amazonas empezaron a replegarse, pero
Xena no abandonó su posición. La había visto. Una figura inusualmente pequeña
para ser una caudilla guerrera, enfundada en una armadura cobriza, a lomos de
un caballo gris. Portaba una máscara de cuero, por lo que no pudo ver su
rostro. Peleaba de forma inhumana, atravesando con furia a sus contrincantes.
Luchaba con una ira palpable hasta en la lejanía. Xena intentó abrirse paso
hasta ella, pero los guerreros enemigos la acosaban en un goteo continuo.
Además, las amazonas se retiraban y ella debía decidir. Atrás o quedarse.
Miró a la
pequeña figura y su intuición tomó la decisión por ella.
Quedarse.
La
quemadura del brazo le dolía.
22
23
La rodeaban cinco guerreros y ya no podía
más. Habían logrado arrinconarla contra un árbol. Estaba agotada. Y sola. Los
guerreros del tiyah empezaban a
rematar a las amazonas heridas que no habían podido huir.
Sabía que la estaba observando. Lo había
estado haciendo desde que había derribado a aquel gigantón y cogido su montura.
Una vez sobre el caballo, se había dirigido al galope hacia ella, pero no se le
había podido acercar mucho. Una legión de guerreros le cortó el paso y acabaron
derribándola.
Pero había captado su atención, y la
observaba desde entonces. Lo único que esperaba es que eso fuese suficiente,
pero en ese momento, agotada y sangrando, rodeada de enemigos armados, empezó a
dudar de todo. Alzó su espada por enésima vez, trazando un arco frente a sí.
Desde luego, no los asustó. La atacaban de uno en uno, pero era peor. La
agotaban. Se sentía débil, y ellos eran muchos. Demasiados. Aguantó cuantas
embestidas pudo, lanzando una y otra vez la espada. Respiraba con dificultad y
el sudor bañaba todo su cuerpo. Temía que ello hiciera resbalar la empuñadura
de su espada de su mano. No fue así, pero el error no tardó en llegar. Su
rodilla le falló en el peor momento y uno de los guerreros aprovechó para
golpearle con la parte plana de su espada en el lateral de la cabeza,
ensordeciéndola y provocándole una momentánea desorientación. El mismo guerrero
la golpeó de nuevo con el puño del arma. Su mandíbula crujió. Xena reculó, pero
no llegó a caer. Con el rabillo del ojo vio a uno de ellos alzar la espada
sobre su cabeza. La iba a matar. Con un esfuerzo agónico, se giró para mirar
hacia donde estaba la guerrera de la máscara de cuero. Si se había equivocado,
era el fin. Si no, también podría serlo. Apenas sintió miedo. Solo pena, una inmensa
pena, que no era del todo solo por ella. Al fin y al cabo, siempre pensó que
moriría así, bajo el filo de una espada. Pero no podía hacer más, había luchado
hasta lo imposible. Había estado muchas veces en el filo de la posibilidad,
pero ahora la muerte tomaba visos de certeza. Sostuvo entonces con firmeza la
mirada en aquella mujer y vio que esta, en el último momento, azuzaba su
caballo en su dirección. La vio ladear la cabeza cuando llegó frente a ella, en
un gesto que no supo si fue de curiosidad, reconocimiento o mera indiferencia.
El guerrero, espada en alto, esperaba su señal. Xena miró a los ojos de la
guerrera de la máscara de cuero. Verdes.
Reconocería esos ojos hasta en el mismísimo
Tártaro.
Por todos los dioses,
pensó, sintiendo un desfallecimiento que casi estuvo a
punto de doblar sus rodillas.
—¿Gabrielle? —pronunció el nombre con dificultad a través
del dolor de su mandíbula maltrecha. La guerrera no dio muestras de haberla
oído, pero sostuvo su mirada. Xena inspiró con fuerza y pronunció de nuevo su
nombre, esta vez sin duda en el tono—. Gabrielle.
De súbito, la guerrera de la máscara desmontó y sus
guerreros se apartaron a su paso. Llegó hasta Xena y se plantó frente a ella.
Pareció estudiarla con detenimiento. Después, con un rápido gesto, se llevó una
mano a la cara y retiró la máscara que cubría su rostro.
Era una mujer joven, de pelo corto y pajizo, con una
pequeña cicatriz que le cruzaba el mentón. Con los ojos verdes.
—Partidle las manos —ordenó Gabrielle—. Y llevadla al
campamento.
Xena perdió el conocimiento cuando los guerreros cumplieron
la orden. Pero antes de sumirse en la oscuridad de la inconsciencia sintió dos cosas: alivio y miedo.
La había encontrado.
24
Empezaba
a oír mejor, sí. Al menos, ya no tenía ese agudo pitido dentro de su cabeza.
Los dedos seguían doliéndole, y la mandíbula, y la quemadura del brazo, y el
resto de sus heridas. Y el alma. La desorientación cesó y se obligó a imponer
la sangre fría sobre las emociones. Todavía llevaba los ojos vendados, pero
sabía que estaba en su tienda. Notaba
pies y manos prisioneros del hierro de unos grilletes. Tiró de uno de sus pies
y, por la resistencia que halló, supo que estaba encadenada a algo fijo, tal
vez a una argolla clavada en el suelo.
Seguía
notando, también, la presencia de otra persona en la tienda. Sabía que era una
tienda porque había rozado con la recia tela al ser introducida dentro y los
sonidos del exterior le llegaban embozados. Aguardó, expectante, pues ni se
podía mover ni mucho menos hablar. Un vendaje cubría la parte inferior de su
rostro. Escuchó cómo alguien entraba en la tienda, pero entonces la persona que
hasta ese momento había permanecido callada, ladró una orden:
—Fuera.
Era la voz de Gabrielle. Un tono más grave,
un grado más oscura, pero su voz.
Se quedó a solas con ella. Pasó un largo rato
sin que se moviera o dijera nada. Parecía haberse olvidado de su presencia.
Decidió arriesgarse y le dio a conocer su consciencia moviéndose un poco.
Esperó su reacción, pero no llegó. Sin embargo, no tardó en hacerlo cuando se
movió de nuevo. El filo de una daga fue presionado contra su garganta. Se había
situado a su espalda con total sigilo. Aguardó, pero Gabrielle no hizo nada.
Quiso volver a pronunciar su nombre, pero su mandíbula rota no se lo permitió.
En su lugar emitió un sonido gutural, un murmullo que apenas atravesó el
apósito que cubría la parte inferior de su cara. Aunque su murmullo, al
parecer, la hizo reaccionar. Con brusquedad, le quitó la venda de los ojos y la
hizo girar hacia ella sin ninguna consideración, al tiempo que llamaba a su
lugarteniente.
—¡Dosha!
Xena parpadeó y trató de acostumbrar sus ojos
a la luz. Cuando lo hizo, tenía el rostro de Gabrielle a apenas unos
centímetros del suyo. No estaba preparada para el impacto emocional que le
provocó. Gabrielle, pensó, sintiendo
un nudo en la garganta y una opresión en el pecho.
—¿Ama? —la guerrera llamada Dosha entró en la
tienda.
Gabrielle no apartó la mirada de la de Xena. Esta
se estremeció ante la dureza de sus ojos. No encontró, en esa mirada que tanto
anhelaba, la calidez de la que había sido su portadora. Era como si el alma de
Gabrielle hubiera dado un paso atrás dentro de ella, desterrada por un
habitante indeseado.
—Llama al sanador y que se ocupe de cambiar
estas vendas.
—Sí, Usmah.
Usmah, pensó
Xena con desasosiego. Sus sospechas se habían confirmado. La historia del
tuscaniano moribundo era, pues, cierta. El demonio errante y los cuerpos que le
servían de recipiente. Sin embargo, la parte que el guerrero de Tuscaan no le
pudo contar a Xena fue la razón de que escogiera a Gabrielle como nuevo
recipiente. Por qué a ella:
La presa fácil. Acababa de ser herido. Había
podido, no obstante, alcanzar al arquero que lo había asaeteado, y solo después
de haberlo despedazado lo lamentó. Tendría que buscar un nuevo cuerpo, lo antes posible. La batalla
tocaba a su fin. Su ejército, o lo que de él quedaba, había emprendido la
persecución de lo que quedaba del ejército tuscaniano. En la llanura solo
quedaban los muertos y los agonizantes.
No le servían.
Pero entonces la
percibió. La presa fácil. En realidad había dos, pero la otra emanaba demasiada
fuerza como para enfrentarse a ella, débil como ya estaba por la flecha
envenenada.
Gabrielle, en un
principio, trató de auxiliar al guerrero herido que vio salir de la espesura,
pero su alma pura intuyó la oscuridad y se puso en alerta. Trató de defenderse
e hizo brotar en un par de ocasiones la sangre de su atacante. Pero acabó
venciendo el demonio, que atrapó su esencia y la deshizo entre sus garras
oscuras.
Gabrielle despareció
y en su lugar Usmah, el demonio errante, renació poderoso. Retomó con él
entonces el camino de la desolación, formando un nuevo ejército.
Y el alma que hasta
entonces albergaba toda la luz se tornó oscura, infame y sedienta de sangre.
25
Xena
no podía apartar los ojos de Gabrielle. Se dio cuenta de que toda su estrategia
acababa aquí. Solo había pensado en llegar hasta ella y, ahora que lo había
hecho, no podía anticipar el siguiente paso. Sabía que debía recuperarla, pero
no cómo.
—Te
conozco —dijo Gabrielle, escrutándola como si fuese un animalillo exótico. Xena
sintió una punzada de esperanza. Sus ojos brillaron—. Percibí tu alma en
aquella llanura, en el escenario de la batalla contra los tuscanianos —el
brillo en los ojos de Xena fue desvaneciéndose, junto a su esperanza. ¿No la reconocía?—. Un alma guerrera,
muy poderosa. Y un cuerpo igualmente preparado para la batalla —su tono era
apreciativo, pero levantó olas de escalofrío en la piel de Xena—. Eres
excelente en el manejo de la espada. Muy elástica y contundente en los golpes —Gabrielle
sonreía tenuemente. Su voz era acerada, sin ninguna inflexión. Un tono que Xena
calificaba como peligroso—. Manejas el hierro como una prolongación
de ti misma. Matas certeramente. No sé por qué quiero que estés aquí —una
súbita sonrisa lobuna apareció en el rostro de Gabrielle—, pero estarás hasta
que me canse. Puede que después te mate, beba tu sangre y pruebe tu carne. Amo
a los buenos guerreros... y guerreras.
Alguien entró en la tienda. Olía a ungüentos.
El sanador. Gabrielle no apartó la mirada de Xena.
—Procura ser una buena distracción, guerrera,
me canso pronto de las novedades —y, dicho esto, se alzó con ligereza, dejando
paso al sanador.
26
El
Consejo ultimaba los detalles del plan a ejecutar contra el tiyah. La primera incursión había
acabado en desastre, pero esta vez no podían fallar.
El
demonio, cuyo cuerpo mortal estaría previamente debilitado por una serie de
heridas que se le inflingirían, sería atraído hacia la gruta donde tendría
lugar la ceremonia de destrucción, ejecutada por las doce chamanas encargadas
del ritual. Este se iniciaría con un rito de ocultación, un manto de oscuridad
que silenciaría la presencia de sus almas al demonio errante. Era, con mucho,
la parte más débil de la acción. Las doce chamanas implicadas tenían el poder
suficiente como para ocultar su presencia espiritual al intuitivo demonio, pero
no lograban acertar con el “cebo” adecuado
que lograra captar su atención en el momento más crítico, cuando, sabedor de la
muerte inminente del cuerpo que habitaba, buscara en su entorno el próximo que
le cobijara. El resto de la acción estaba precisa y minuciosamente establecida.
Cada parte del plan era como una pequeña pieza engarzada cuyo único objetivo
era el de llevar al demoníaco ser hasta la gruta. La pieza principal se
asentaba sobre la resistencia del cordón de guerreras amazonas que se
desplegaría, como un corredor humano, desde la posición del tiyah hasta la entrada a la cueva, como
un pasillo humano que lo empujaría hacia ella, al tiempo que impediría su huida.
Obviamente, esa posición debía ser ganada a pulso. Amazona a amazona. Era más
que probable que el demonio se hiciera rodear de sus más feroces guerreros, y
no sería fácil franquearlos. El plan contemplaba que el corredor de amazonas
avanzara hasta alcanzar una posición sólida en torno al demonio y mantenerse
allí durante todo el proceso. Unas guardaespaldas que en nada querían su bien,
todo lo contrario.
El siguiente paso consistiría en asetear al
demonio en siete partes concretas de su cuerpo, señaladas específicamente por
la sanadora real, y cuya principal función era herirlo de muerte, pero no
matarlo, no al menos hasta que se ejecutara la tercera parte. El cordón de
amazonas, compuesta por guerreras de probada resistencia, tenía como objetivo
prever cualquier intento del demonio herido de ocupar el cuerpo de alguno de sus
guerreros o de incluso alguna amazona. Las amazonas contaban con un amuleto preparado
expresamente por las doce chamanas, que debería servir de barrera contra el
poder del tiyah, si bien todas eran
conscientes de la fragilidad de la magia chamán encerrada en un pequeño amuleto
frente a un demonio como Usmah. Pero esperaban que la concurrencia de todas las
circunstancias —amazonas resistentes,
amuleto, sus heridas—, empujaría al
demonio agonizante a buscar un receptáculo más fácil. Las amazonas del cordón
humano tenían unas órdenes incuestionables: matar, acabar con toda vida alrededor
del demonio. Aunque fuese la propia. Si el alma corrupta del demonio hallaba un
nuevo recipiente sano, todo empezaría de nuevo. Y todavía se hallaban recientes
los ecos de los gritos de las amazonas inmoladas en el valle de Miriahdis. Eso
era incuestionable. No le darían una segunda oportunidad.
Las amazonas esperaban que el demonio, urgido
por la necesidad de un nuevo cuerpo, empujado por el metódico hostigamiento del
cordón amazona, que funcionaría como un émbolo hacia una única dirección, se
viera impelido a actuar tal y como se había planeado: hacia esa única
dirección, la gruta.
Y en la gruta era donde confluía la parte más
débil del plan. Allí era donde había que proporcionarle una esperanza, un nuevo
cuerpo donde habitar que sustituyera al agonizante.
Justo
en esta parte del plan fue cuando Xena, sin alzarse ni alzar la voz, sentada en
el mismo rincón desde el cual había seguido en silencio el plan del Consejo,
sumergida en sus recuerdos, dijo:
—Yo
seré ese cuerpo.
Mebira
se agitó, intranquila, escudriñando la expresión de Xena. Pero no pudo leer
nada en ella.
—¿Por
qué tú, Xena? —reclamó la reina.
—Me
conoce, sabe de mi alma. Ya intuyó mi presencia en la anterior ocasión... —su
voz perdió un ápice de tono, pero lo recuperó tan pronto que apenas sí ninguna
de las presentes reparó en ello— en la que logró el cuerpo del que ahora es
portador. Durante mi cautiverio me dijo que me había intuido, pero deduzco que
mi fortaleza le hizo decidirse por la otra persona—. Otra persona, gritó su mente. Gabrielle.
—¿Crees
que te reconocerá?
—Sin
duda.
—Pero
tu ceguera...
—No
digo que desee mi cuerpo para habitarlo. Solo que se sentirá atraído por mí.
Domila
frunció el ceño y pareció querer replicar, pero silenció lo que quiso decir. La
sanadora le había informado de las terribles heridas que había tenido que curar
en Xena... y lo que más allá de lo puramente físico implicaba. Intuía así que
Xena no andaba del todo errada, si bien no le gustaba. Pero no había más
opción. Ya lo habían discutido durante horas. El cebo que precisaban. Xena.
Giró hacia las representantes del resto de clanes y hacia las chamanas. Todas
asintieron.
—De
acuerdo —aceptó—. Aguardarás en la cueva. Una vez el demonio haya entrado en
ella, procura atraerlo hacia el centro. Las chamanas te indicarán dónde. Una
vez se haya formado el círculo deberás abandonarlo inmediatamente, abandonar la
gruta. ¿Comprendes?
Xena
asintió. Comprendía.
El
Consejo había concluido. Xena rechazó la ayuda de Corice y regresó sola a su
cabaña. El Consejo había emitido su unánime decisión: aniquilar al tiyah, atrapado el demonio en un arco de
poder conjurado por las chamanas. Para ello, antes debían acabar con su
ejército. Para ello, también debían acabar con el cuerpo que le servía de
recipiente.
Xena
le había dicho a Domila que comprendía. Esperaba que ella lo hiciera también si
todo salía como la guerrera había planeado. Implicaba su traición al clan
amazona. Un estigma. De nuevo.
Pero
no había peor estigma que la huella de Gabrielle muerta en su corazón.
27
Sus
manos y su mandíbula iniciaron un lento proceso de curación. Permanecía
encadenada en la tienda de Gabrielle, pero en dos
días no se había acercado a ella ni Xena había pronunciado palabra
alguna. Durante esos dos días, Gabrielle —le costaba considerarla como Usmah—
parecía seguir con lo que era su rutina, ignorándola por completo. Gabrielle, o
al menos la que ella había conocido como Gabrielle, se comportaba con total
indiferencia hacia su persona. Durante eso dos primeros días, Xena pudo
observarla detenidamente. Era Gabrielle, su cuerpo al menos, pero no su
esencia, no su yo. Su luz. Incluso
hasta su físico acusaba la transformación de su interior. Su cuerpo se había
angulado, endurecido. En sus brazos se marcaban los músculos y las cicatrices. Y en su omóplato derecho, un infame tatuaje que
representaba al demonio Usmah. Había, también, cortado su cabello, tenía una
cicatriz en el mentón y presentaba heridas propias de una guerrera. También se
comportaba como tal. Era brusca, inflexible y sumamente cruel.
Y
también muy promiscua.
Xena
lo comprobó, para su consternación, durante la primera noche. El demonio daba
rienda suelta a sus instintos carnales sirviéndose del cuerpo de Gabrielle. Esa
noche, Xena descubrió, horrorizada, que el amor tiene un lado oscuro, y se
llamaba dolor. No era el dolor típico atribuido a un rechazo o un desengaño,
sino uno infinitamente peor: el sufrimiento por la persona amada. Sabía que su Gabrielle no estaba allí dentro, pero
no lograba racionalizarlo del todo, no al menos lo suficiente como para
mantener el nivel de tormento dentro de unos límites aceptables. No soportaba la
idea de la indefensión de Gabrielle, la verdadera, prisionera de esa alma
corrupta. Y no soportaba, lo descubrió de la peor forma posible, ver a
Gabrielle con otra persona. Por ese pequeño espacio que escapaba al control de
su voluntad, por ese diminuto resquicio que no lograba completar su razón, se
colaron, infames, una serie de sentimientos que la llenaron de vergüenza, pero,
que, igualmente, escaparon a su control: celos, ira, sentimiento de traición. En
su interior, una y otra vez, no hacía más que repetirse que esa no era
Gabrielle, no era su bardo, la joven e inocente aldeana, la amiga que la
arrastró sin tregua noche y día en una parihuela, sin tener en cuenta su propio
bienestar. Pero no lograba desprenderse de la dolorosa sensación de estar
siendo, de algún modo, traicionada. Tuvo que hacer acopio de todo su sentido común
para apartar de sí esos sentimientos, que amenazaban expandirse sobre ella y
envolverla en un manto de amargura. Allí no estaba Gabrielle, solo Usmah. Pero
le costaba mucho asumirlo racionalmente.
En
la noche de su segundo día desde su captura, Gabrielle entró en la tienda tras
haber estado todo el día fuera. Por los ruidos y las palabras que había
escuchado al amanecer esta había conducido a su ejército hacia otro combate. Entró
en la tienda arrojando rabiosa su máscara contra el suelo. Al contrario de la
indiferencia mostrada hacia ella los dos días anteriores, esa noche Gabrielle se
dirigió directamente hacia ella y, sin darle tiempo a reaccionar, le propinó
una fuerte patada en el costado. Xena acusó el golpe, pero no dejó de mirarla
directamente a los ojos, casi con insolencia. Tal vez fue eso lo que hizo que
el demonio se decidiera a hablarle. Gabrielle se despojó con un solo movimiento
de la armadura y se acuclilló frente a ella. Tenía una mirada febril, y Xena
fue muy consciente del rastro de la sangre que moteaba su piel y su ropaje.
—Eres
impertinente —Gabrielle sacó una daga y la colocó en la garganta de Xena—, y el
Tártaro está lleno de ellos —delineó con el filo del estilete la piel de Xena y
después la apartó. Xena se fijó que en su filo había restos de sangre, seca ya—.
Tus amazonas pelean bien, pero no lo suficiente. Se han replegado de nuevo.
Supongo que volverán. Conozco a las amazonas. ¿A qué sabe una amazona? —Dijo
bruscamente, sonriendo de forma siniestra—. ¿Tú lo sabes? —Xena no contestó.
Gabrielle ladeó la cabeza y su boca se convirtió en una mueca despectiva—. Si
no tuvieras lengua tendrías una auténtica razón para no hablar, ¿sabes? —siseó,
alzando la daga y haciéndola girar ante los ojos de la guerrera.
Xena
tomó buena nota de su afición por las dagas. Pero su atención estaba centrada
en otra cosa. Por primera vez en dos días, y aunque fuese en una situación
desagradable, Gabrielle se dirigía de nuevo a ella. Aclarándose la garganta,
aclarándose el juicio de todos lo susurros de su corazón, habló:
—Las
amazonas son valientes. No cejarán hasta derrotarte —replicó, no sin cierta
dificultad. El sanador le había dicho que su mandíbula no estaba rota. Solo lo
suficientemente magullada como para hacerle aullar de dolor si masticaba comida
sólida. No había dicho nada acerca de hablar, pero ahora lo estaba comprobando.
—Sigues
mostrándote arrogante —fue la réplica de Gabrielle. Movió la mano que sostenía
la daga y recorrió con ella, como por descuido, la pierna de Xena—. Me gustan
los retos.
—Gabrielle...
Un
fuerte golpe con la empuñadura de la daga impulsó la cabeza de Xena hacia atrás
con violencia. La guerrera emitió un leve quejido. Al menos, no había sido en
la mandíbula.
—Mi
nombre es Usmah, guerrera. No conozco a esa Gabrielle. No hagas que me enfade —el
iris de su mirada se tornó oscuro, fiero—. Eres una pieza de mi posesión. Me
perteneces. E, igual que te he tomado, te puedo dejar. Muerta, por supuesto
—frunció el ceño—. ¿Deseas morir, guerrera?
—Mi
nombre es Xena.
El golpe, esta vez, le alcanzó en el costado donde
había recibido la patada.
—Tu nombre no me importa —gruñó Gabrielle,
con los dientes apretados—. Tu vida, tampoco. No lo olvides.
Se alzó bruscamente y se alejó de ella. Por
largo rato pareció olvidarse de nuevo de su presencia. La vio prepararse para
desnudarse, pero esta vez no llamó a la guerrera llamada Dosha para que la
bañara como había hecho el día anterior… ni para lo que aconteció después. Por
pudor, apartó la mirada. Si recuperaba a Gabrielle, quería poder mirarla a la
cara sin rubor. Y no podía demorarlo mucho tiempo. Debía urdir un plan, pensar
en algo. Y rápido.
Una
vez se hubo aseado y vestido, Gabrielle dio una voz y un par de sirvientes
entraron portando comida y bebida. Gabrielle los despidió con un gesto y se
sirvió una copa. Entonces, dirigió su atención hacia ella. Se acercó con la
copa en la mano. Xena pudo ver con detalle el exquisito repujado, los adornos
de piedras preciosas. Botín de guerra.
—¿Te
ha dado alguien de comer? —inquirió, si bien en su tono no se detectaba ni un
ápice de interés o preocupación.
—No.
—Por
supuesto —replicó Gabrielle, ufana—. Ello habría significado que alguien vería
su cabeza desgajada de su cuerpo —y sonrió sin felicidad.
A
Xena se le removió el estómago. Gabrielle miró las manos vendadas de Xena.
—Te
alcanzaré una porción de carne asada. Si te quito las argollas de tus
antebrazos, ¿me atacarás? —había un cierto tono de diversión en su voz.
—No.
—No
tendrías éxito, de todos modos
—Tampoco
lo deseo.
Gabrielle
arqueó una ceja, sorprendida.
—Vaya,
eres una mujer sorprendente —se acercó a una mesa y cogió una pequeña llave.
Abrió con ella los cierres que aprisionaban los brazos de Xena y tiró las
argollas lejos de sí—. No hay servilismo en tus palabras. Serías una buena
guerrera a mi servicio.
—No
eres la primera que me lo propone.
—¿Y
la respuesta es... ?
—No.
—Por
supuesto. Como he dicho, no había servilismo en tus palabras —repitió, como si quisiera
remarcar una impresión—. Por lo que, ahora, habrá que averiguar qué es.
Xena le lanzó una mirada interrogadora, pero
no obtuvo respuesta. Sea lo que fuere lo que pasara por la mente de Gabrielle,
no lo iba a compartir con ella. Le alargó la copa que llevaba entre las manos.
—Bebe.
Xena
miró la copa.
—No,
gracias.
Un
rictus de ira relampagueó en la expresión de Gabrielle.
—La
última persona que rechazó algo de mí adorna con su piel el campamento — hizo
una pausa—, y tú lo has hecho dos veces
en breve tiempo. ¿Cuál crees que debería ser tu castigo, guerrera?
—No
creo que mi opinión te importe. Harás lo que quieras.
Sus palabras eran torpes y lentas,
dificultadas por la mandíbula herida, pero su pensamiento, su mente, trataba de
correr todo lo que podía. Trataba de anticipar, de prever, de construir algo a
lo que pudiera agarrarse y continuar. Por ahora, parecía haber logrado salvar
la sospecha de una sumisión inmediata que podría no haber sido del agrado de la
Gabrielle que tenía ante sí. Parecían gustarle más los retos. Y Xena esperaba
serlo.
—Sí,
tienes razón —Gabrielle sonrió con crueldad. Xena no se acostumbraba. Tampoco a
la siniestra mirada de sus ojos. Quería cogerla de la mano y sacarla de allí. Quería
que volviera a ser ella. Se estaba permitiendo soñar. Y no era prudente—. Al
menos no pareces una necia redomada como esos patanes que pueblan mi ejército.
—Tu
lugarteniente no parece una ignorante.
Gabrielle
echó la cabeza atrás cuando una risa corta y cruel la sacudió.
—Dosha,
Dosha —canturreó—. Acabaré comiéndomela. Me harta su ciega devoción. No soy muy
paciente. Y ella hace tiempo que dejó de ser un reto. No es más que un saco de
fidelidad perruna.
—Cualquier
caudillo buscaría esa cualidad en sus guerreros.
—Yo
no soy cualquier caudillo —replicó
Gabrielle, bebiendo a continuación un largo trago de su copa. Se giró y fue a
coger un trozo de carne asada—. ¿Esto también lo rechazarás? —inquirió,
mostrándoselo.
—Yo
no, pero mi mandíbula sí. Puedo hablar, pero no creo que pueda masticar —
recordaba las palabras del sanador y no le apetecía ver desintegrarse a su
mandíbula por un trozo de carne.
Gabrielle miró la comida que había encima de
la mesa. Cogió un cuenco humeante.
—Sopa —dijo, mientras se acercaba a ella,
tendiéndosela.
—No entiendo por qué te preocupas por mí —dijo
Xena, cogiendo el cuenco que le alargaba. Realmente tenía hambre, mucha.
—Ni me preocupas, ni me dejas de preocupar
—dijo Gabrielle —, pero me gustas y no me
gustaría que murieses de inanición antes de probarte —una mirada lasciva tiñó
el color esmeralda de sus ojos.
Xena
dejó sin concluir el gesto de acercarse el cuenco a los labios. Gabrielle
esbozó una sonrisa de satisfacción.
—¿Preocupada,
guerrera?
Xena
dudó en responder o no como realmente quería hacerlo, pero al final lo hizo. No
podía saber de cuánto tiempo disponía para llevar a cabo su plan, así que
empezaría a tantear. ¿Su objetivo?: hacer regresar a Gabrielle. Como fuese.
Pero, por ahora, solo tenía su voz y su voluntad para hacerlo.
—Nada
que provenga de ti lo haría.
Un
rayo de ira relampagueó en los ojos de Gabrielle. Por un instante, Xena pensó
que le haría tragar el cuenco, atravesando sus dientes para ello si fuese
necesario. Pero Gabrielle pareció dejar
pasar el momento y en su lugar sonrió torciendo el gesto.
—Serías
una lugarteniente magnífica. Halcones y no perros es lo que necesito —de súbito,
se alejó de ella y fue a sentarse sobre un sillón de pieles y madera ricamente
tallado, cogiendo antes al vuelo un pedazo de carne asada. Durante un tiempo no
dijo nada, se limitó a comer y a beber, sin molestarse en mirar a Xena, que
aprovechó para tomar la sopa.
Era
ya noche cerrada cuando Gabrielle se retiró a su cama. Sin visita, esta vez, suspiró, aliviada, Xena. Cuando creía ya que
Gabrielle dormía, su voz rompió la oscuridad:
—Me
gustaría encontrar a esa Gabrielle que tanto nombras. Clavaría su cabeza en una
pica frente a ti.
28
—Xena.
Escuchó su nombre, pero apenas alzó la
barbilla. Su entrenado oído ya había notado los pasos acercándose a su cabaña.
—Mebira —dijo, a modo de saludo. Notó que esta no se movía—. Puedes entrar si lo deseas —le indicó.
—Gracias.
—Si no hay luz suficiente, prende una antorcha.
—No es necesario.
—Como quieras.
Xena
notó que la amazona se sentaba a su
lado. La oyó inspirar antes de hablar.
—El
Consejo hace lo correcto.
—Lo
sé.
—No
busca venganza.
—Lo
sé.
—Hay
que acabar con ella.
—Mebira
—Xena
se giró hacia su voz—. Lo sé —sin embargo, lo dijo apretando los dientes.
Siguió
un incómodo silencio, tras el cual la amazona, con voz agarrotada, dijo:
—Lo
siento, fallé como militiane...
—No —la interrumpió Xena—. Nadie pudo haber previsto
tanta insania. Jamás vi a nadie dirigir su
ejército de forma tan cruel —su voz bajó un tono—. Jamás conocí a nadie tan
cruel —Aparte de mí, quiso
añadir.
—Encerrada
junto a esa alma demoníaca sigue habiendo una persona...
—No —Xena volvió a interrumpirla,
esta vez acompañado de un gesto brusco con la mano—. No —musitó. No sigas por ahí.
—Solo
quería que supieras que mi objetivo es atrapar a ese demonio y acabar con él —hizo una leve pausa—, pero si hubiera algún modo
de recuperar a esa persona sin dañarla, lo haría.
Esa persona ya está dañada, quiso
decirle. Pasara lo que pasara, Gabrielle quedaría afectada.
—Lo
sé —fue,
en cambio, lo que dijo.
—Cuando
en dos jornadas lleguen
los ejércitos de todos los clanes y aunemos la estrategia, estaremos listas
para marchar sobre ella. Las chamanas tendrán el poder suficiente.
—¿Por
qué has venido, Mebira? —le preguntó, en tono cansado.
—Quizás
para aliviar mi conciencia. Quizás para
justificarme —musitó.
—¿Ante
mí?
—Eres
la única ante la que siento que debería hacerlo.
—¿Por
qué?
Mebira
tardó unos segundos en contestar y, cuando lo hizo, fue de un modo entre
cauteloso y delicado.
—Sé
lo que ella significa para ti.
Xena
sintió una punzada de alarma.
—¿Por qué dices
eso?
—Sé
lo que vi. Te quedaste atrás, te quedaste allí. A pesar de ese infierno, a
pesar de lo que había pasado. Sabías que no podías contra todo un ejército, así
que supongo que no considerabas a ese ejército, sino a una sola persona. A
ella.
—No
comprendo adónde quieres llegar con tus palabras.
—Al
mismo lugar que tú con tu decisión —Xena no respondió. Lo hizo Mebira—. Es
tu bardo.
Dioses,
pensó Xena, sintiendo que su plan estaba a punto de derrumbarse.
—Gabrielle,
creo. La joven que siempre te acompañaba —Xena notó su agitación
crecer—. El
mundo es un lugar muy pequeño cuando las historias echan a andar. Aquí se han
oído algunas. Aquí se admira a dos mujeres que caminan juntas. Escuché en una
de ellas la descripción de la joven bardo —hizo un gesto que Xena no
llegó a ver. Un leve movimiento de hombros—. Y era demasiada
coincidencia. Que tú aparecieras aquí, sola, sin ella. Parecías buscar. Cuando
nos retirábamos —sus
ojos se llenaron de dolor. Con Xena podía hacerlo. Ella no percibiría esa debilidad,
los remordimientos—, cuando
ya enfilábamos la salida del valle, me giré. Estabas acorralada. Y entonces ella
llegó, se quitó la máscara. Y tú dejaste de buscar. Lo vi en tus ojos, en tu
expresión. La leyenda del demonio errante —suspiró—. Él se la llevó, ¿verdad? —inquirió con suavidad.
Xena
no respondió. ¿Para qué? Solo repitió su última réplica.
—No
sé adónde quieres llegar con esto.
—Sí
lo sabes. Por eso te quedaste allí. Por lo que sentías, no por lo que podías
llegar a razonar. Si lo hubieras hecho, no te habrías quedado en aquel
infierno. Habrías huido, como hicimos todas.
Xena
mantuvo su silencio un par de segundos. No tenía sentido seguir ocultándolo.
—¿Qué
harás con lo que ahora ya sabes? —preguntó.
—Lo
mismo que cuando lo supe al salir del valle. Nada. A no ser que —se lo tenía que decir, su
fidelidad era para con las amazonas—, lo que tú pretendas interfiera en lo
que nosotras pretendemos.
—Quiero
acabar con el demonio.
—El
demonio está en tu amiga.
—Siempre
hay una solución.
—No siempre.
—Aun
así, Gabrielle se merece que lo
intente.
Mebira posó una mano en el hombro de Xena y
percibió todo su dolor.
—Ojalá…
Pero no supo continuar. Nada había que
pudiera decirle. Al fin y al cabo, ella era la encargada de acabar con la vida
que tanto parecía anhelar Xena. Suspiró. Acercó la mano que había posado sobre
Xena a su propio rostro y, cuando lo recorrió, casi agradeció la ceguera de
Xena. No quería que la guerrera pensara, al ver su rostro desfigurado por el
aceite ardiendo, que su misión implicaba nada personal, porque no era así. Ella
también lamentaba que el plan exigiera la muerte de Gabrielle. Se levantó y,
sin añadir nada más, abandonó la cabaña.
Cuando
lo hizo, Xena se derrumbó. Ocultó su rostro entre sus manos y se balanceó al
ritmo de los silenciosos sollozos que la convulsionaban. No lo soportaba. Había
sido una asesina impía, sin un ápice de empatía en su sangre que le permitiera
sentir ni un gramo de compasión por nada ni nadie. Había arrasado aldeas
enteras, sepultando en ellas las vidas de sus habitantes. Su nombre era una
blasfemia, y su vida un insulto para quienes se la procuraron.
Y
ahora, ahora no era más que una mujer derrotada y vacía, ciega y perdida. Odiaba
todos y cada uno de sus recuerdos, en especial los más recientes. Los de las semanas pasadas.
En la tienda de la que ella conoció un día como Gabrielle.
29
—Álzate.
La
había oído entrar, el paso rápido, antes que verla. Su tono estaba tenso. Xena
obedeció, expectante. Sus manos sanaban rápidamente, así como su mandíbula. No
obstante, la escasa alimentación, una escudilla de sopa al día, la estaba
debilitando. Calculaba que debía llevar allí unos cuatro días. En todo ese
tiempo, Gabrielle parecía más preocupada en dirigir su ejército que en prestar
atención a su prisionera. Le había venido bien. Había podido pensar. La voz de
Gabrielle era dura, como su mirada. Se
acercó a Xena.
—Las
amazonas siguen enviando emisarias a los cuatro puntos cardinales. Imagino que
quieren reunir un gran ejército —parecía agitada, daba pasos cortos en
torno a Xena—. Tú
no eres amazona, sin embargo, sé que conoces su estrategia. Necesito saber una
cosa —se
plantó frente a ella. Xena vio un brillo
salvaje en sus ojos—. Solo una —alzó un dedo.
Xena
elevó ligeramente una ceja, en un gesto interrogante.
—¿Y
es...?
Gabrielle se acercó, hasta situarse a escasos
milímetros de su rostro.
—¿Cuentan los clanes con chamanas poderosas?
Tenerla tan cerca y, al mismo tiempo, tan
lejos. Tener a Gabrielle al alcance de la yema de sus dedos y, sin embargo, no
reconocerla en esos ojos que tanto había anhelado. No era Gabrielle quien
estaba frente a ella, nunca lo había sido, en todo ese tiempo, pese a serlo. Era el demonio, que se
había apoderado obscenamente de una luz que no era suya, de una vida y un
aliento que no le pertenecían. Había llevado a Gabrielle muy lejos de allí. Le
odió profundamente. Sus ojos, su mirada, debieron delatarle.
—Me odias —susurró Gabrielle, frunciendo el
ceño, sorprendida, si bien se rehízo enseguida y una sombra de satisfacción se
adueñó de las líneas de su rostro. Echó la cabeza ligeramente hacia atrás para
mirar a Xena con intensidad—. El odio me gusta. No me habías odiado hasta
ahora. ¿Por qué? ¿Quién soy yo para ti? Mejor aún —hizo una levísima pausa—.
¿Quién es Gabrielle? Soy Gabrielle para ti, pero no lo soy, ¿verdad?
Xena
no replicó. Se sentía absolutamente desolada. Un manto de fatalidad la cubrió
con el paso felino del peor de los traidores. No, en verdad no era Gabrielle, siendo
ella. No leía a su amiga en esos ojos duros que la miraban. No la encontraba
allí.
—Tu
mirada me dice más que todas las palabras que puedas llegar a pronunciar. Y he
de reconocer que me confundes. El odio más absoluto deja paso al temor… y al
dolor —acercó de pronto su mano y acarició el rostro de Xena. Esta no pudo
apartarse. O quizás no quiso. Era tanto
ella...—. Eres una mujer extraña —continuó Gabrielle—. Sé que eres una guerrera en todas y cada una
de las fibras de tu ser, pero... Hay algo, algo que atesoras muy dentro de ti,
que es inamovible, absoluto en su definición. Todavía no sé qué es, quién es, pero llegaré a averiguarlo.
Percibo en ti un don y una maldición. Estás más cerca de mí que lejos. ¿No lo
notas? —Gabrielle acercó su rostro al de
Xena, los ojos fijos en la mirada azul—. ¿No lo notas, guerrera?
Xena
inspiró con dificultad. Tan cerca. Se
retiró abruptamente, dando un paso hacia atrás.
—Yo
jamás cuestionaría el poder de una chamana amazona —se limitó a decir,
apartando la mirada de los ojos de Gabrielle.
Esta
alzó una ceja, divertida. Peligrosamente divertida.
—Eso
contesta, y no, a mi pregunta —chasqueó los labios y sujetó la barbilla de Xena
con brusquedad, obligándola a mirarla—. Pero ya no es lo que me inquieta en
este momento. Lo que haya de ser será, guerrera, y tú y yo estaremos o no en
ello. Lo deseemos o no. Pero, ahora —ensanchó su pecho en una profunda
inspiración—, es ahora —bajó un tono su voz, convirtiéndola en un susurro
ronco. Ladeó la cabeza y recorrió con la mirada a Xena. Esta sintió un
escalofrío. Algo había cambiado y ese algo no le gustaba nada—. Ahora quiero,
ahora deseo —inspiró con fuerza—.
¿Qué nombre tiene el deseo para ti, guerrera? —preguntó, en el mismo susurro
ronco en el que se había convertido su voz, bajando su mano hasta el pecho de
Xena y depositando allí su palma abierta. Xena la notó febril. Se empezó a notar a sí misma febril—.
Bum-bum, guerrera —el tono de Gabrielle estaba definitivamente impregnado de un
deje sexual que la estaba turbando. Demasiado—.
Bum-bum —Gabrielle se desplazó unos milímetros para situarse a la altura del
hombro de Xena. Esta sintió la calidez de su aliento sobre su propia piel, lo
que le produjo un estremecimiento involuntario. No es Gabrielle, se dijo. No
es Gabrielle—. Dame un nombre, guerrera, el que tú quieras, y hoy, ahora,
esta noche, me someteré a él... y a ti —el cosquilleo en el nacimiento de su
cuello, el susurro ronco que reverberaba en el epicentro de su cuerpo,
agitándole la respiración. No es
Gabrielle—. Recorreré tu cuerpo,
besaré tus heridas, calmaré tu ansia —no la tocaba, no la estaba tocando, sus
cuerpos distaban entre sí unos milímetros, pero parecían estar pegados. No la
tocaba y, sin embargo, lo que estaba haciendo Gabrielle era algo mucho más
explícito que si recorriera su piel con sus dedos—. Seré quien tú quieras que
sea, haré lo que tú quieras que haga. Dale un nombre a tu deseo, guerrera,
dámelo y yo lo convertiré para ti en un cuerpo, en un aliento a tu disposición.
Estás más cerca que lejos de mí, lo sabes.
Xena
cerró los ojos con fuerza, expulsó el aire que había estado reteniendo con
dolor, intentó olvidar el aliento en su cuello, la pulsión sexual del susurro
que llevaba el tono de la voz de Gabrielle, ese
cuerpo que era el de Gabrielle. No tuvo ningún reparo en reconocerse a sí
misma que era un cuerpo que deseaba, pero también que no era lo único. Siendo
Gabrielle sin ser Gabrielle, no. Nunca. No le haría eso a ella y, por supuesto,
no se lo haría a sí misma. Sería como escupir sobre ambas, como perderse
totalmente. Agitó la cabeza y su razón superó a su deseo. No, pensó.
—No
—dijo.
—¿No?
—Replicó instantáneamente Gabrielle—. ¿No, a qué?
—No
tengo ningún nombre para ti —deseó que su voz no sonara estrangulada, pero no
lo consiguió.
—¿Estás
segura? —Gabrielle deslizó una mano sobre el estómago de Xena, desde atrás, muy
despacio, con suavidad, haciendo que Xena sintiera los trazos de todas y cada
una de las líneas que la surcaban, el latido de deseo que palpitaba en ellas—.
Tu voz dice no, tu cuerpo dice sí —susurró Gabrielle, pegándola bruscamente
contra sí—. Dame un nombre y seré ella. Seré tuya —empezó a trazar pequeños
círculos en el estómago de Xena con el pulgar. Pequeños y lentos círculos.
Xena
luchó para desasirse del abrazo, pero tuvo que luchar en un doble frente,
contra Gabrielle —pequeños y lentos—,
contra sí misma. Sabía que estaba débil, las heridas, la escasa alimentación,
el tiempo que llevaba encadenada allí...
No es Gabrielle.
Pero
sí lo era, por todos los dioses. Su
rostro, su envergadura, su piel, su pelo, su voz, sus ojos.
No es Gabrielle.
La
piel le quemaba allá donde se mantenía en contacto con la de Gabrielle. Su
aliento, ahora entrecortado y agitado, enviaba descargas de excitación a sus
terminaciones nerviosas. Los labios de Gabrielle empezaron a puntear su piel
con besos ligeros y morosos. La punta de su lengua tocó la piel de su nuca.
Xena cerró los ojos.
No es...
—Gabrielle...
—exhaló, escapando el nombre de su garganta como un ave libre de ataduras.
La réplica le llegó en forma de susurro
impregnado de deseo, una voz que resonó en su interior, que arrasó el centro de
su estómago, el centro de su ser, que aplastó su desesperanza y cegó su razón.
Que la desarmó, y la deshizo, y la perdió.
—Estoy aquí, Xena —musitó Gabrielle,
obligándola a girarse hacia ella, encarándola, sus labios a escasos centímetros
de los suyos.
Todo el deseo.
Gabrielle apoyó ambas manos, con las palmas
extendidas, sobre los costados de Xena, repitiendo el movimiento lento y
circular con sus pulgares, enviando trazos de deseo como latigazos hacia cada
milímetro de su cuerpo. Xena se sintió caer, como si un pozo sin fondo se
hubiera abierto a sus pies, como si todo lo que hasta ahora la sostuviera se
hubiera quebrado como la frágil capa de hielo de un lago. Cerró los ojos,
maldiciéndose por no poder detener una respiración cada vez más agitada. Las
manos de Gabrielle presionaban ahora con más fuerza sobre su piel, y su
contacto le quemaba allí donde posaba su tacto. Gabrielle atrapó su cuello en
un violento beso que partió en dos su deseo, derramándolo sobre todos los poros
de su piel, expandiéndose como el sonido de un trueno que busca su final más
allá de su propia frontera.
Se
sintió desfallecer. Se sintió sedienta y muerta. Perdida. Gabrielle la estaba
desnudando. Con tirones bruscos le arrebataba el traje de cuero, tratando de
llegar hasta su piel.
—Vamos,
Xena —susurraba roncamente—. Vamos, ayúdame.
Notaba
la urgencia en su voz. El deseo desatado e imperioso, el ansia de su cuerpo, la
quemazón que anticipaba el placer liberado. Las manos de Gabrielle dejaron de
intentar desnudarla para atrapar con voracidad sus pechos, masajeándolos, ora
suavemente, ora con brusco deleite. Su boca recorría su cuello con salvaje
embiste, mordisqueando la piel allá donde era más suave, lamiendo con fruición el hueco de su garganta.
—No…
La
respiración agitada de Gabrielle chocaba contra su igualmente agitada
respiración, la piel erizada por el febril contacto, pese a su reticencia, pese
a todo. Por todo.
—No…
Trataba
de atrapar de nuevo su cordura, el control.
“Ayúdame”,
había dicho la voz del deseo. La voz de Usmah.
—No…
“Ayúdame”,
había escuchado Xena. La voz de Gabrielle.
Abrió
los ojos.
—¡No!
—gritó, empujando con violencia a Gabrielle, apartándola de sí. Un segundo más
y se habría dejado ir por completo—. No —volvió a repetir, respirando
entrecortadamente.
Gabrielle la miraba fijamente, jadeando, la
lujuria brillando en sus ojos, los puños ahora apretados, la boca entreabierta
en un gesto fiero. Pasaron uno, dos, tres segundos. Gabrielle seguía mirándola,
agitada la respiración. Esos tres segundos fue tiempo suficiente para que
Gabrielle percibiera la voluntad de Xena, su única e inamovible voluntad.
—¿No? —Jadeó, sin un ápice de serenidad en su
voz— ¿No, dices? —se adelantó y la agarró bruscamente del cuello. Su fuerza era
sólida, peligrosa—. ¡Tu cuerpo dice sí, guerrera! —le gritó—. ¿Acaso no lo
escuchas? —Xena intentó coger aire para poder replicarle, pero la mano que
atenazaba su cuello era de hierro. Los músculos del brazo de Gabrielle se tensaban
por el esfuerzo—. ¿Te atreves a decir no, mujer? —Gabrielle empujó con su
pulgar la barbilla de Xena, elevando su cara y dificultándole aún más la
respiración. Xena sabía que podía golpear con ambas manos los costados de
Gabrielle para liberarse, pero se resistía a golpearla.
—Gab… —intentó decir.
—¡No! —Gritó Gabrielle, subiendo una pulgada
más la fuerza de su tenaza—. Ya no hay ningún nombre para ti, guerrera.
Los ojos de Xena empezaron a trazar círculos
erráticos, la falta de oxígeno la estaba arrastrando hacia la inconsciencia, se
estaba ahogando. Súbitamente, la mano dejó libre a su presa y Xena cayó de
rodillas, boqueando con desesperación, intentando llenar con urgencia sus
marchitos pulmones. La mano de Gabrielle había dejado un rastro purpúreo en la
piel de su cuello. Notó su rostro inclinado cerca del suyo.
—Habría sido mejor, sí, mejor para ti, si
hubieras cedido, guerrera. Ahora, en cambio, te será doloroso, sumamente
doloroso. He empezado y no quiero parar. Voy a terminarlo y te arrepentirás
durante todo el tiempo que dure tu vida a partir de este momento. Quizás no sea
mucho, pero te aseguro que sí suficiente.
Xena tosió dolorosamente, llevándose una mano
al pecho, la cabeza agachada.
—Nunca…nada… —tragó con dificultad— nos
separará, Gabrielle. Hoy jamás habrá existido.
Usmah
tardó un instante en asimilar que no era exactamente a ella a quien se estaba
dirigiendo la guerrera, sino a esa Gabrielle cuyo cuerpo portaba. Rechinó los
dientes y su mirada escupió odio. Alzó un brazo y golpeó con violencia la
cabeza de Xena con el puño, derribándola. La pateó en el costado y la volvió a
dejar sin el preciado aliento. Xena la miró a los ojos y lo supo. Supo qué
iba a hacer, qué es lo que iba a
terminar. También supo que podría resistirse, pero que no aguantaría mucho. Lo
leía en sus ojos de animal enfurecido. Lo leía en su deseo desatado. No se
detendría hasta conseguirlo. Pensó en lo que ello significaría para la
auténtica Gabrielle si lograba hacerla retornar, y sopesó las alternativas que
tenía. No tenía muchas opciones, en verdad. Pero no se rendiría. Que esa noche
pasara lo que tuviera que pasar, pero antes lucharía hasta sus límites. Detuvo,
entonces, con su antebrazo, el siguiente golpe de Usmah, y aún el otro, pero ya
poco pudo hacer. Su cuerpo no le respondía al cien por cien, lo sabía, el
letargo en el que quedó sumida tres meses atrás había minado perceptiblemente
su fortaleza, y habría podido rehacerse y recuperarla, pero no tras la batalla
del valle, no tras estos días de deficiente alimentación y de recuperación de
heridas. No tras el zarpazo moral de esta
Gabrielle. Inspiró profundamente
cuando una patada de Usmah le abrió una ceja y la hizo aterrizar sobre el suelo
otra vez. Volvió a plantarle cara y volvió a ser golpeada con rudeza. Y otra
vez. Y otra. Al final, bendijo la inconsciencia que empezaba a sentir, el
aturdimiento. Tampoco quería que esa noche existiera para ella, quería
ofrecerle esa posible salida a Gabrielle, cuando retornara. Ninguna de las dos estará aquí, Gabrielle,
ninguna. Te lo prometo.
A
lo largo de esa agónica e interminable noche Xena, en sus intermitentes estados
de consciencia, dejó de percibir el dolor de los golpes o la humillación de
todo lo demás, y trató de desconectar todos sus sentidos para que su alma
recordara lo menos posible.
Si
es que lograba sobrevivir lo suficiente como para hacerlo.
30
—Estamos
preparadas —la
voz de Mebira le llegó desde el umbral de la cabaña.
Xena
asintió. Había oído los tambores, el ritmo de su percusión había sido un fatal
tormento para ella durante toda la mañana. Se había recluido en su cabaña
durante todo el tiempo que había durado la organización de las distintas
secciones amazonas. Se giró hacia donde su voz indicaba la presencia de la militiane.
—Domila
ha dejado una pequeña sección como protección aquí. El resto partimos —Mebira trataba de imprimir
un tono deliberadamente neutro a sus palabras, sobre todo por lo que iba a
decir a continuación—. Te prometo que, si está en mi mano, no sufrirá —esperó, por si Xena quería
decir algo, pero era evidente que no lo iba a hacer. Mebira se dio media
vuelta y salió de la cabaña.
La segunda visita que recibió fue la de
Corice.
—Xena… —la joven arquera carraspeó, algo indecisa—. Has preguntado por mí.
—Sí, lo he hecho. He de pedirte algo, Corice.
—Lo que quieras.
Xena
sonrió levemente.
—Nunca
te comprometas antes de conocer la propuesta, Corice. No es una buena
costumbre.
—Si
la propuesta viene de ti, sí —replicó la amazona sin vacilar.
Xena
suspiró.
—Yo
ya no soy aquella que tú idealizas, Corice, ni lo deseo. Podría pedirte algo
que comprometiera tu lealtad al clan.
Corice
clavó su mirada en el rostro de la guerrera.
—¿Lo
harás?
—No
exactamente.
—Te
escucho.
Había
subestimado a la joven amazona. También tenía su parte de resolución. La
masacre del valle, probablemente, había acelerado su madurez.
—Tú
serás una de las arqueras que hieran a… —vaciló—. Usmah.
—Así
es. Conoces el plan.
—Sí,
lo conozco —Siete flechas atravesarán el cuerpo de
Gabrielle, siete partes muy concretas, no mortales de necesidad, solo lo
suficientemente graves como para hacerla sangrar y debilitarla, como para
conducirla hasta la gruta…y su muerte definitiva—. Te pido una octava flecha.
Corice
frunció el ceño.
—No
puedo matarla en el campo de batalla, si eso es lo que me pides. Sé que no
deseas su sufrimiento, pero no puedo —Corice conocía la identidad
de Usmah, sabía por Mebira que era Gabrielle. Mebira le había hecho jurar que
no daría a conocer su identidad a nadie. Corice lo respetaría, más por la
propia Xena que por ningún juramento.
—Sabes
quién es —musitó
Xena—.
Pero no temas, mi deseo no cegará mi razón. Sé que no puedes abatirla, Corice.
No es una flecha mortal la que te solicito. Ni siquiera una que rasgue su piel.
—¿Entonces?
Xena se giró levemente y palpó un rollo de
cuero a un lado suyo. Lo cogió y extrajo de él una flecha con la punta metálica
roma.
—Eres, con mucho, la arquera más certera de la tribu —dijo Xena, presentándole la
flecha.
Corice
la cogió y la examinó, tanteando la punta roma con la yema de su dedo. Miró a
Xena.
—No
comprendo aún adónde quieres ir a parar.
—Cuando
hayas lanzado la flecha que te corresponde, cuando las siete flechas hayan sido
lanzadas, dispara esta.
Corice
dibujó un gesto de extrañeza.
—¿A
Usmah?
—A su
cuello. A una zona muy precisa de él.
—¿Qué
le hará? —por
primera vez, Corice dudó. Conocía el anhelo de la guerrera por aquella mujer y que
ese anhelo sería tal que arriesgaría todo por salvarla.
—Matarla
—respondió
Xena en un susurro, para añadir a continuación—: Lo suficiente al menos como
para engañar al demonio. Espero.
—Explícate.
—No
haré nada que ponga en peligro la aniquilación de ese demonio. Soy consciente
de la necesidad de su muerte. Pero —se inclinó hacia el lugar de donde
procedía la voz de Corice—, no puedo dejar de intentar salvar a Gabrielle una última
vez. Esa octava flecha no pondrá en peligro el plan. Las siete flechas
anteriores lo garantizan. Esta octava solo tendrá una función, alcanzar un
preciso punto de presión. Impactando en
ese punto provocará una serie de reacciones físicas a su cuerpo. Acelerará los
síntomas de su muerte —Corice inició una protesta, pero Xena la atajó—. Los síntomas, Corice, no su muerte en sí. No te preocupes, yo también
pretendo que llegue hasta la gruta. Será la apremiante falta de aire en sus
pulmones, el enlentecimiento de sus latidos, la ralentización de su sangre, lo
que acelerará. Por sí sola no bastaría para acabar con una vida, no si vuelve a
presionarse ese punto de nuevo. Yo lo haré en la gruta. Solo son síntomas y
Usmah se habría dado cuenta. Pero el daño de las restantes flechas le
confundirán, al tiempo que contribuirán a debilitarle aún más.
—No
entiendo, pues, la razón de su ser.
—Solo
quiero que el demonio se precipite, que crea que en verdad su muerte está tan
sumamente cerca como para hacerlo salir —tomó aire—. Gabrielle necesita ese
breve lapso de tiempo entre la muerte anunciada y la muerte en sí. Yo lo necesito para ayudarla.
—Ello
no garantiza que el demonio la abandone antes de que muera del todo. Quizás no
salga de ella hasta que no sea el final y no haya posibilidad de salvarla de
sus heridas.
—Lo
sé —suspiró
Xena—. Lo
sé. Desde que está conmigo Gabrielle ha tenido que afrontar riesgos
extraordinarios. Y yo con ella. Ahora soy yo la que lo asume por las dos.
—Es
una acción desesperada.
—La
situación lo es —Corice chasqueó los labios, pero no dijo nada. Xena percibió
que movía la flecha entre sus dedos—. Entiendo que dudes. No temas, no apelaré
a ningún juramento para obligarte a ayudarme.
—¿Por qué no hablaste con Domila o Mebira?
—Nunca
antepondrían un bien tan pequeño a la seguridad del clan. Y lo comprendo. No
quise ponerlas en el dilema de buscar la forma de negarse.
—A mí
sí me has puesto —protestó,
con suavidad, Corice.
Xena
se permitió sonreír.
—Tú
me admiras incondicionalmente. Recuerda las historias de tu madre.
Corice
sonrió, a su pesar.
—Ya.
Hubo
un breve silencio. Corice pasó la yema del pulgar sobre la punta achatada.
—Indícame
exactamente el punto donde tiene que impactar.
31
El
despertar fue extremadamente doloroso. Su cuerpo gritaba el castigo en
todas y cada una de sus partes. El sabor de la sangre llenaba su boca. Gimió
levemente. No quería abrir los ojos. Había sido una noche atroz. El
comportamiento de Usmah había sido absolutamente descontrolado en su ira y su
lujuria. Bendijo la inconsciencia que de tanto en tanto la libraba de una
porción de recuerdos. Pero había habido también momentos de dolorosa
consciencia. Durante su última etapa de redención había deseado con todas sus
fuerzas borrar de sus recuerdos sus infames tropelías, mas jamás se lo
permitió. Quería tenerlas siempre presentes, para recordarle de dónde venía y dónde
jamás querría volver. Pero ahora deseaba el alivio del olvido. Con lo que había
pasado, sí. Si alguna vez Gabrielle regresaba…
Pero
nada conseguía redundando en tan infaustos hechos. Aquello había pasado y no
había vuelta atrás. Por lo que debía luchar ahora era porque no volviera a
suceder. Mientras siguiera viva, mientras ambas lo hicieran, habría esperanza.
Lucharía por ello, pues ella podría vivir con lo que había pasado esa noche. No
quiso pensar, en caso de que lograra hacer retornar a Gabrielle, en si los
recuerdos de Usmah permanecerían en ella o serían conjurados y desparecerían.
No ahora. Ahora solo había tiempo para la esperanza, y casi se echó a llorar
por ello. Ella, Xena, la Destructora de Naciones, movida por la esperanza. Una esperanza que Gabrielle había traído
a su vida.
Por
ello sobrevivió a aquella noche. El tiempo y los acontecimientos dirían si para
arrepentirse o no.
32
El
cuerno amazona resonó en toda la aldea. Xena tomó aire y lo dejó escapar.
El
ejército se había puesto en marcha.
33
Se dio cuenta de que yacía de costado sobre el suelo,
tirada de mala manera, tal y como había quedado después de perder el
conocimiento por última vez. Usmah no volvió a reanimarla. Había terminado con
ella. Ahíta de placer, relamiendo sus labios del sabor de la guerrera forzada,
se había echado sobre su cama, sin molestarse en comprobar si Xena todavía
respiraba. Ahora dormitaba, a escasos metros del cuerpo maltrecho de Xena.
El
frío fue lo que hizo que abriera los ojos. Temblaba. Por dentro y por fuera.
Parpadeó. El filo de la madrugada se asomaba ya por entre los pliegues de tela
de la tienda. No quería hacerlo, pero no pudo resistirse. Miró hacia donde
yacía Usmah y el corazón le dio un vuelco. Vio a Gabrielle.
Su rostro, dominado por la inconsciencia del
sueño, había sido despojado del perverso aliento del demonio, y era el de la
serenidad de la joven aldeana el que tenía delante.
Una
lágrima resbaló por su rostro. Esa era su esperanza, ese rostro. Por ello —por ella— tenía que sobrevivir. Contempló a
la dormida Gabrielle hasta que esta se agitó y despertó. En ese preciso
instante sus miradas se encontraron, y fue ya Usmah quien percibió los restos
del sentimiento de Xena. Leyó en su mirada un mensaje que sabía no era para ella
y eso le hizo enfurecer. Una furia que estalló como una burbuja de hiel. La
plenitud del sentimiento que había captado en Xena le hizo perder los estribos.
Intuía una fuerza interior que no había podido doblegar en la guerrera, ni
siquiera durante esa noche de tormento, y no lo podía resistir.
Por
eso le arrancó los ojos. Su mirada ya no sería el espejo de esa fuerza
indoblegable, ya no sería el espejo de nada.
Dejó
a una Xena ciega y agónica en el suelo de su tienda y convocó a Dosha para que
pusiera en marcha el ejército. Cegada aún por la ira salió hacia un ataque
sorpresa contra las amazonas.
Cuando
regresó, la guerrera ya no estaba allí. Furiosa, mandó degollar a los dos
guardias que la habían custodiado y envió patrullas en su búsqueda. No la
encontraron, ni a ella ni a su rastro. Antes de que el filo del hacha abriera
la garganta de los infortunados guardias estos juraron y perjuraron que ninguna
persona había entrado en la tienda, que ningún ruido les había alertado, que
nada habían notado. Lo gritaron hasta que su voz se convirtió en un barboteo
sanguinolento y sus cabezas fueron separadas de sus cuerpos.
Murieron
gritando la verdad. Ninguna persona había entrado en la tienda. Fue una diosa.
Azul.
Azul.
34
—¿Por
qué lo has hecho? —preguntó
una voz verde.
—Una
de las prerrogativas de un dios menor es la de ayudar a sus devotos —respondió una voz azul.
—¿Esta
lo es? —había una
clara extrañeza en el tono verde.
Actia asintió con un leve movimiento de
cabeza, atenta a lo que estaba sucediendo a sus pies. Había sacado a Xena de la
tienda del demonio y la había dejado a la entrada del poblado amazona.
—Lo es. No lo había sido, no obstante, hasta esta noche
pasada. Supo encontrar la serenidad entre el horror. No lo había conseguido
hasta ahora, pese a sus esfuerzos. Pero al filo de esta mañana cerró una parte
del ciclo y obtuvo mi nombre en su corazón. Renovó su amor pese al odio personificado
en quien la había dañado.
—¿La conoces?
Actia
curvó sus labios en una triste sonrisa.
—Sí.
—Entonces
sabrás que pertenece a Ares —dijo el dios Verde.
Actia
sacudió la cabeza, con un jirón de ira en su movimiento.
—Te
equivocas. Ella es libre.
—Pero
Ares…
—Ares
no fue en su ayuda anoche.
—Sus
razones tendría.
—Razones
muy peligrosas. Ares desea como nada en el mundo que la relación de esta
guerrera con una amiga suya se deshaga entre sangre y sufrimiento. Pero haré
todo lo posible por impedírselo.
—¡Ares
te aniquilará! —exclamó,
horrorizado, Verde. De súbito, se vio agitado por un estremecimiento—. ¿Qué ha sido eso? —preguntó, amedrentado. Era
un dios algo flojito.
Actia
le miró.
—Percibes
el mal en su estado puro. El odio.
—¿Procede
de la criatura?
—Sí,
Usmah. Él le hizo eso —señaló a la maltrecha Xena,
transportada por las amazonas hacia el interior de una cabaña.
—Zeus
debería hacer algo.
—No
lo hará. Los seres demoníacos arrasan la tierra y a sus habitantes, pero eso es
algo que no importa a Zeus.
—Aun
así…
—No.
No moverá un solo dedo. Lo sabes bien.
El
dios Verde miró hacia abajo, donde las amazonas ponían todo su cuidado en el
traslado del cuerpo herido.
—¿Vivirá?
Actia alzó sus hombros.
—Si
ella misma pudiera responderte ahora te diría que no. Pero yo sé que sí. Sabe
que no ha terminado. Una de mis devotas, su amiga, le enseñó algo, algo que
mantiene su llama viva. No. Deseará morir, pero no lo hará. Y volverá a
buscarla.
35
Agitó su cabeza y trató
de alejar de sí los malos augurios. Todo, absolutamente todo, podía salir mal. Solo
había podido confiar en Corice para llevar a cabo su plan y solo había una
flecha. Una oportunidad. Corice podía caer antes de poder dispararla. Podía
fallar. Podía arrepentirse. Volvió a agitar la cabeza.
Se
alzó. Dispuso a tientas su armadura y sus armas y se vistió. Ciñó sus ojos con
la venda de tela que ahora se había convertido en una parte obligada de su
vestuario y salió al exterior. Silbó suavemente, llamando a Argo. Xena montó,
palmeando el cuello de la robusta yegua. Una amazona la acompañaría hasta la
garganta donde se desarrollaría el ataque contra el ejército del tiyah, la misma garganta donde casi una semana atrás se desarrolló el fatídico enfrentamiento entre la tribu
amazona y el ejército del demonio.
La amazona la dejaría en la
gruta donde las doce chamanas esperaban poder realizar el ritual de
destrucción. El cebo.
El barro ya se había secado, pero la garganta guardaba el
recuerdo maldito de lo que allí había ocurrido. Quizás, en el fondo, el lugar para
el segundo ataque no había sido escogido por su idoneidad, sino por su
simbología. Domila no deseaba que en la mitología amazona ese lugar
prevaleciera como un lugar de desgracia. Había que conjurarlo revirtiendo su
significado para la tribu. La matanza no tenía vuelta atrás. Pero su
significación, sí.
Ahora, allí, en el mismo lugar de muerte y
horror, destacada al frente de su ejército, Domila se permitió una última reflexión,
deseando que, en verdad, la quebrada llegara a significar otra cosa en las
historias que contaran a la luz de la lumbre las generaciones venideras. Paseó
su mirada a su alrededor. Los flancos estaban protegidos. La retaguardia y las
zonas altas, también. El grupo de amazonas que formaría el corredor estaba
listo. Solo quedaba el frente. Allí estaba el ejército enemigo.
Con
el demonio a la cabeza.
Xena
llegó a la gruta. Pudo percibir con claridad la tensión en el silencio que se señoreaba
del lugar, solo roto ocasionalmente por el nervioso movimiento de la
caballería. Las aletas de su nariz se hincharon al percibir el miedo, junto con
la resolución. Su oído captó con nitidez el grito de ataque lanzado por Domila,
y le deseó suerte. Toda la del mundo.
Y
también a Gabrielle.
Todo
podía salir tan mal.
36
Un
águila. Ese chillido era de un águila, estaba segura. Era inconfundible. Giró
sobre sí misma y extendió su mano, buscando el rayo de luz que debía estar ahí.
Percibió la tibia calidez del sol sobre su piel y se dejó acariciar por ella.
Le
gustaba esa primera hora de la mañana, cuando parecía que el mundo todavía era
nuevo y no había pasado, ni futuro, solo presente. Deseó que el resto de su
vida, sus vidas, pudiera ser así. Solo
un largo e interminable presente. Se permitió sonreír. Aguerrida guerrera exsanguinaria buscando la tibieza de un rayo de sol,
pensó.
Unos
pasos irregulares interrumpieron su pensamiento. Corice.
—Buenos
días, Xena.
Xena escuchó el sonido del agua agitándose en
el cubo.
—Buenos días, Corice.
Se incorporó en su jergón e inició un lento
movimiento circular con su cabeza para tratar de aliviar el dolor. Seguía
doliéndole mucho el cuello, pero no pensó demasiado en ello. Ya no. Escuchó
cómo Corice iniciaba el ritual diario de lavar a la inconsciente Gabrielle.
—Enseguida estoy contigo, Corice.
—No hay prisa —había risa en su voz—. Termina
de enroscarte el cuello.
Xena
sonrió.
—Te
has convertido en toda una insolente.
—Ya
lo era, solo que ante ti prevalecía mi absoluta admiración.
—¿Y
ahora no?
—Bueno,
ya no eres la Xena que me aprendí.
Xena sonrió.
—Me alegro.
Corice arrastró su pierna coja y acercó el
cubo. La amazona había sido herida de gravedad durante la batalla. Pero había
tenido tiempo de lanzar la octava flecha, hecho por el cual Xena le estaría eternamente
agradecida. Por ello, y por todo lo demás. Corice estaba a muchas leguas de su
clan, viviendo con ellas en una cabaña abandonada que habían reconstruido entre
las dos y que les servía de alojamiento desde hacía cinco
días. La estancia allí de la joven amazona había sido pactada como temporal,
pero eso era suficiente para Xena…y para Gabrielle.
La joven bardo había sobrevivido a la batalla, a las heridas, al
ritual, al abandono de su cuerpo por parte del demonio, al colapso de ese
cuerpo por el sufrimiento, a la agonía del retorno a la vida. Pero solo eso.
Porque Gabrielle no retornó.
Xena recogió de aquella gruta un cuerpo maltrecho y vacío, una
cáscara, un espectro. Desde entonces, Gabrielle permanecía inconsciente.
Respiraba y lograban alimentarla a base de líquidos, pero nada más. Todo era
una tensa espera desde entonces. Corice era la única amazona que había recibido
permiso para acompañarlas en su destierro. Domila se mostró comprensiva, hasta
donde pudo. El horror había venido de la mano del demonio, no de Gabrielle,
pero haría falta mucho tiempo para que pudiera ser asimilado y comprendido. Por
ahora, ninguna de las dos debía volver a pisar tierra amazona. Quizás nunca
más.
Xena, a su vez, también lo comprendió. Aceptó su sentencia y se
despidió de Domila sin rencor. Partieron con la compañía de Corice —que las ayudaría durante un tiempo— y un carro con provisiones y aperos. Xena lo tenía claro.
Hasta que Gabrielle no despertara, el camino no era una opción. Debía
instalarla en un lugar estable. Y esperar. Esperaría el tiempo que hiciera
falta. No había llegado hasta ahí por nada. Habían sido demasiadas las cosas
que podían haber salido mal y el resultado no había sido tan trágico como podría
haber previsto. Estaban vivas, y estaban juntas. Ese era el presente.
—Otra vez perdida —la voz
de Corice la sacó de sus pensamientos.
—¿Qué?
—Otra vez estás, pero no estás.
—Sí —Xena agitó la cabeza,
queriendo despejarla de brumas y recuerdos.
Corice tenía razón,
últimamente se perdía mucho en sus pensamientos. Tenía mucho tiempo para
hacerlo a lo largo del día y, aunque Corice la acompañaba, ella no era una gran
conversadora. Tras los primeros días, cuando todo estaba por hacer, no había
tenido tiempo ni para pensar, solo para trabajar. Se habían instalado en la
cabaña que Corice le había ayudado a reparar, en la parte interior de un espeso
bosque, a suficientes leguas de la aldea más próxima como para asegurarse la
intimidad a ojos extraños.
Con su ceguera, reconocía, sus habilidades no se hallaban al cien
por cien, pero no estaban aniquiladas del todo, pues ni siquiera la falta de
visión podría acabar con ella. Sin embargo, había tenido que habituarse y había
tenido que hacerlo rápido. Corice no se quedaría mucho con ellas y debía cuidar
de Gabrielle. Domila les había proporcionado provisiones, semillas y herramientas.
A escasos cien metros discurría un arroyo. Se rio en su interior de sí misma.
Granjera. Y establecida.
Tanteó por la estancia hasta llegar al lecho de Gabrielle. Corice
escurrió un pedazo de tela que había empapado en agua enjabonada y lo aplicó
sobre la piel de Gabrielle, frotando suavemente.
—Estoy en el hombro izquierdo —informó a Xena.
—Bien.
La guerrera tanteó y halló
el trozo de paño seco que Corice había dejado a un lado de Gabrielle. Alargó
una mano para delinear con el tacto su cuerpo. Cuando llegó al hombro izquierdo
se detuvo y desplegó la tela. Así, Corice lavaba a Gabrielle y Xena la secaba,
siguiendo su mismo recorrido. Una rutina para ambas desde que estaban allí y que solían realizar en silencio. Cuando
terminaron, Corice cubrió a Gabrielle con una túnica.
—Ya está —dijo—. Incorporémosla.
—Déjame a mí —pidió Xena—. Cuando te marches tendré que hacerlo yo sola.
Corice sintió una punzada de desasosiego. Se acercaba la fecha en la
que debía volver a su aldea, y todo su ser se resistía a ello. Por todos los dioses, pensaba,
angustiada. Ella está ciega y Gabrielle
sumida en un profundo sueño. ¿Cómo se las van a arreglar? Sin embargo,
Domila había sido clara en su orden. Debía volver. Y, después de lo de la
octava flecha, no debía más que total obediencia al clan. Su acto no había sido
castigado, pero su confianza hacia ella se había resentido y no podía echarles
la culpa. Pero no se arrepentía. Mirando a Xena, todo lo dio por válido. Ya
recuperaría su sitio en el clan. Tenía toda una vida por delante para reparar
su osadía.
—Ojalá pudiera quedarme más —dijo.
—Lo sé. Corice. Pero ya has hecho mucho, demasiado incluso.
Perteneces a tu clan y lo sabes.
—Y tú. A quién perteneces
—no era una pregunta.
—Sí – dijo Xena con firmeza, sin temor a admitirlo ante
Corice.
Cogió con delicadeza a
Gabrielle, tanteando con los pies hasta hallar el paso libre. Avanzó con
cuidado, protegiendo la cabeza de la bardo con su hombro. Había memorizado cada
palmo de la cabaña y del terreno circundante, cada utensilio, cada parcela,
cada sonido. Llevó a Gabrielle fuera, donde la acomodó en una silla recubierta
de pieles. Palpó hasta rozar con los dedos la manta que había cerca y cubrió
con ella a Gabrielle. Se aseguró, guiándose por el tacto, de que la postura de
la bardo fuera cómoda.
—La verdad es que creo que ya no te hago falta —dijo Corice, sonriendo—.
Te las apañas muy bien tú solita.
—No olvides mi pasado, joven arquera. Toda una Señora de la Guerra —Xena
se sentó a los pies de Gabrielle, sobre la tarima de madera—. Gracias —dijo.
—No tienes que dármelas.
—Te equivocas —se giró
hacia su voz—. Tengo una deuda de gratitud
contigo y no sé cómo pagártela. Estás aquí, cuando fue ella la que te hirió.
—No fue ella —la corrigió la
arquera—. Fue un ejército, guiado por un
demonio. No fue ella —repitió.
—De nuevo, gracias.
—De nuevo, de nada.
37
Gabrielle despertó ocho días después, cuando ya hacía tres que
Corice había regresado al Territorio del Este. Xena se había acostumbrado tanto
al silencio que el suspiro entrecortado de Gabrielle la sobresaltó. Sabía que
era noche cerrada —su organismo había asumido perfectamente los ritmos del día—
y que la lámpara de aceite alumbraba tenuemente la estancia, pues así la dejaba
por si acaso Gabrielle despertaba en mitad de la noche. Se incorporó con
rapidez y se acercó al lecho. Apoyó la palma de la mano en la frente de la
bardo y con el tacto comprobó si tenía los ojos abiertos. Los mantenía
cerrados, si bien se dio cuenta de que el ritmo de su respiración era más vivo.
Escuchó el chasquido de los labios de Gabrielle y notó una leve agitación en
ella. El corazón de Xena se agitó también.
—¿Gabrielle? —se inclinó sobre ella—. ¿Gabrielle?
No obtuvo ninguna respuesta, y lo mismo se repitió a lo largo de
la noche que aún restaba. Gabrielle se agitaba y en algún momento parecía
murmurar, pero no fue hasta el filo previo de la madrugada que por fin volvió a
la consciencia.
—…osc… uridad… —balbuceó.
Xena se despejó del semisopor en el que había caído y enseguida
tuvo su mano sobre el rostro de Gabrielle. Había abierto los ojos.
—¿Gabrielle? Soy Xena. Estás conmigo, a salvo —le dijo con
suavidad, susurrándole al oído—. Tranquila.
—¿Xena? ¿Q-qué…?
La guerrera sintió un profundo alivio. Sabía que ante sí tenía a su Gasbrielle. Que ya no había rastro
del demonio en ella. Sabía que las chamanas lo habían destruido, pero también
que hasta que Gabrielle no abriera los ojos, no estaría segura del todo. Pero ella.
—Shhh, no realices ningún esfuerzo ahora. Ya habrá tiempo para las
preguntas.
—Esta osc…uridad…
—Por favor, Gabrielle, shhh, no debes hablar. Confía en mí. Tu
organismo está muy debilitado. Apenas te has alimentado de líquidos y pulpa de
fruta. Descansa.
—Tú no… f-fuiste…
—¿Qué?
—Fue Ares… Él me m-mató… Utili…zó
a otro… dios… menor.
—Gabrielle, ¿qué dices? —intuyendo lo que consideraba un desvarío,
Xena tanteó hasta alcanzar el tazón con agua fresca y un trozo de tela. Lo
empapó y lo colocó sobre la frente de Gabrielle. Después hizo lo mismo con
el cuello y las muñecas.
—Pes-sadilla…. —sus dientes castañearon—. La d-diosa… vino a mí y
sup-pe enton…ces…
—Gabrielle…
—Que tú… nun… c-ca… m-me d-dañarías…
—Claro que nunca haría eso —le replicó suavemente Xena—. Nunca, lo
sabes, ¿verdad? —resiguió con la yema de su dedo la frontera entre la frente y
el nacimiento del cabello de la bardo.
—Tu pena…Tu… dolor… inm-menso. Tan p-perdida… —tosió con violencia.
Xena sujetó su cabeza con una de sus manos mientras con la otra
asía la febril mano de Gabrielle y la encerraba contra su pecho.
—Por favor, descansa. Descansa, Gabrielle.
En ese momento Xena notó, bajo la presión de su mano sobre la
frente de la bardo, que esta giraba la cabeza hacia ella.
—Sup-pe, también, de… t-tu… amor… por m-mí… —su susurro fue apenas
audible, por lo que Xena no llegó a entender lo que dijo.
Después, la inconsciencia arrebató de nuevo a Gabrielle.
38
Alaridos. De amazonas quemándose vivas. ¿Estaba en la garganta
otra vez? No. Una pesadilla. Se
despertó del todo. Torció el gesto ante el severo dolor que provenía de su
cuello, agravado por la mala postura en la que había pasado la noche. La
pesadilla se disolvió en su recuerdo. Terminó de enderezarse y masajeó la zona
dolorida. Tanteó el cuerpo de Gabrielle y vigiló su rítmica y pausada respiración.
La piel de la joven no le transmitió ninguna temperatura elevada. Gabrielle
dormía profundamente. Xena temió que se tratara del mismo insano sopor en el
que se había sumido tras lo de la cueva, pero la propia Gabrielle lo desmintió
despertando instantes después.
—Tú… —suspiró—. Luz.
—Hola, Gabrielle —le dijo suavemente Xena. Su mano en su mejilla
le indicó que se había girado hacia ella—. ¿Tienes sed, quieres beber?
—Cans-sa… da.
—Sí, debes de estarlo mucho. Tu cuerpo ha librado una dura batalla
—acarició con un leve toque de su pulgar la curva de la mejilla de la bardo—.
Pero quedó atrás. Todo quedó atrás —se inclinó hacia un lado y encontró la
jarra de agua. Asió el vaso y vertió el líquido en él, vigilando el nivel colocando
un dedo sobre el borde—. Toma, te hará bien –—le acercó la vasija y Gabrielle
bebió con fruición, atragantándose al final.
—Eh, eh —le regañó con suavidad—. Sin prisas.
—¿Q-qué… ha pasado?
Xena guardó silencio durante un instante. Había tenido tiempo para
fabricar una respuesta. Al menos, a las primeras preguntas. Después, esperaría
a ver qué y cuánto recordaba Gabrielle.
—Hubo una batalla… y fue muy dura —dijo con voz neutra.
—No rec-cuerdo nada.
Mejor, pensó Xena.
—No te preocupes por eso.
Hubo un breve silencio y Xena notó los movimientos de Gabrielle.
—¿Quieres incorporarte?
—Xena… —la voz de Gabrielle le llegó cansada y con un leve timbre
de alarma.
—¿Sí?
—¿Por qué cubres tus ojos?
Xena retuvo su respiración y la soltó al cabo de breves segundos.
Debía estar preparada, eso era todo.
—Fue una batalla muy dura —dijo con suavidad.
Gabrielle dio un respingo.
—¿T-tus ojos…?
—No pasa nada, Gabrielle.
—Tus ojos… —sollozó la bardo, agitándose.
Xena posó su mano sobre la mejilla de Gabrielle.
—Estoy bien, Gabrielle. Por favor, sosiégate.
Gabrielle atrapó la mano de Xena y la presionó, al tiempo que
intentaba enderezarse.
—N-no, no está bien… —sollozó de nuevo—. P-por todos los… dioses…
Consiguió incorporarse y, con un movimiento que cogió por sorpresa
a Xena, la abrazó. Gabrielle se colgó débilmente de ella, agitada por los
temblores del llanto. Xena se envaró ante el contacto, sintiendo una décima de
absoluto pánico, que le abandonó casi antes de poder darle realmente ese
nombre, dejándole un regusto triste y amargo en el alma. Después de esa
espantosa décima, respondió al abrazo de Gabrielle, permitiéndose extenderlo
hasta que notó que la bardo dejaba de temblar.
—Vamos, Gabrielle —susurró—. Te aseguro que estoy bien. No pasa
nada. Nada—. Gabrielle ahogó un sollozo y
Xena percibió su debilidad—. Vuelve a echarte. Tus fuerzas están mermadas y
debes reposar.
Pero Gabrielle hizo caso omiso de sus palabras. En vez de tumbarse
se separó unos centímetros de Xena y afrontó su rostro. Alzó una mano
temblorosa y llevó sus dedos hasta la cinta que ocultaba los ojos de la guerrera.
Apenas sí posó las yemas en ella, pero provocó que la guerrera apartara
bruscamente la cara al sentir el leve contacto. Se desplazó ligeramente hacia
atrás, aumentando el espacio entre ambas.
—Es mejor que descanses. Has pasado dieciséis días inconsciente…
—¿Dieciséis…?
—Sí. Y por ello hay que llevar cuidado con la recuperación. Ahora,
túmbate. Te traeré algo de fruta y sopa.
Gabrielle obedeció en silencio, con el ceño fruncido.
—Dieciséis… —murmuró. Asió la muñeca de Xena, que ya se encaminaba
hacia el fogón—. ¿M-me explicarás, Xena?
—Sí —la calmó, presionando con su otra mano la de Gabrielle—. No
te preocupes. Pero debes obedecerme. Tu recuperación depende de ello.
Una cansada sonrisa afloró en el rostro de Gabrielle, tan absoluta
en su confianza hacia Xena que a esta, de haberla podido ver, le habría partido
el alma.
—De acuerdo.
Xena se movió con soltura por la estancia. Llegó hasta una vasija
tapada con una pieza de esparto y la descubrió, al tiempo que tanteaba en busca
de un cuenco pequeño. Ayudándose de un cucharón de madera pasó la sopa de una a
otro y después escogió al tacto una manzana que había junto a otras sobre una
tabla. Gabrielle la siguió con la mirada en todo momento, mientras gruesos
lagrimones surcaban su rostro. Procuró limpiárselos cuando Xena regresó a su
lado.
—Toma primero la sopa —Xena se situó a su lado, con el cuenco en
las manos—. ¿Te ayudo a incorporarte?
—Podré hacerlo, gracias —no sin dificultad se semiincorporó en el
lecho—. Ya estoy.
Xena le alargó el cuenco.
—Come despacio. Te costará un poco al principio, pero cuanto antes
vuelvas a acostumbrar a tu organismo a la comida sólida, mejor.
Gabrielle asintió. Después, con desazón, cayó en la cuenta de que
la otra mujer no podía ver su gesto.
—Sí, Xena.
Probó un primer sorbo y todo su cuerpo protestó. Aún así, se
obligó a tomar un segundo y un tercero, hasta que las náuseas cesaron y su
estómago empezó a mostrar algo de alegría por el alimento. Xena mantenía
ladeada la cabeza, atenta a los sonidos.
—Si no hablas es que comes —dijo, sonriendo.
—Está muy buena.
—Te dije que sabía cocinar.
—Sí —sonrió—. Gracias.
—¿Por la sopa o por saber cocinar?
—Por salvarme —Gabrielle la miró, a ese rostro vacío de su mirada
azul—. Si estoy aquí a salvo tras una batalla, seguro que tú tienes algo que
ver.
Xena se removió inquieta en la silla.
—No hice tanto —intentó cambiar de tema—. Come. Cuando acabes
saldrás fuera. Es bueno que tomes el sol y el aire fresco. Ambos te harán bien.
Gabrielle asintió en silencio y engulló la sopa. Dio un par de
bocados a la pieza de fruta que Xena había dejado sobre su regazo, pero pronto
la dejó a un lado.
—Creo que no podré con más —suspiró.
Xena alargó una mano y Gabrielle le pasó el cuenco con la manzana
mordida. La guerrera tanteó el contenido. Sonrió.
—Es suficiente. Pórtate así de bien siempre.
Depositó el cuenco en el suelo, a sus pies, y alargó la mano de
nuevo, solicitando con un gesto suave la de Gabrielle. Cuando la mano de la
bardo tocó la de la guerrera, esta la atrapó suavemente entre sus dedos.
—Me alegro de que hayas despertado, Gabrielle. Te echaba de menos
—musitó.
Gabrielle sonrió y presionó la mano de Xena.
—Yo también te echaba de menos. Seguro —Xena se permitió sonreír más abiertamente—. Vaya costumbre
extraña la nuestra, ¿eh? —La voz de Gabrielle le llegó acompañada de un
profundo suspiro—. Permanecer tiempo inconscientes, digo
—Ya pasó —dijo Xena.
Espero, añadió la guerrera para sí. Tampoco expresó en voz alta el
profundo temor que sintió durante todos esos días, sobre el hecho de desconocer
qué sería lo que despertaría, y no
pudo evitar un ligero estremecimiento ante la idea de que hubiera sido aún
aquel ser demoníaco que llevaba el rostro y el cuerpo de su amiga. Había temido
sentir el odio en su voz, el tono
acerado del demonio en Gabrielle. Usmah. El
monstruo. Sintió dentro, muy dentro de sí, un aguijón envenenado que le
acechaba como un perro traicionero y que le susurraba, sin poder acallarlo, que
por mucho que Gabrielle hubiera liberado su alma de las garras del demonio
errante, podría llegar a ver en ella la repulsa de sus actos. Que jamás volviera
a ser para ella, la luz en su vida.
—¿Te duele? —la voz de la bardo le llegó algo indecisa,
interrumpiendo sus pensamientos.
—¿El qué?
—La herida de tus ojos.
Xena no pudo evitar un leve respingo. Perro traicionero.
—No —dijo rápidamente—. No te preocupes.
—¿Quieres que la examine?
—No —fue algo brusca, así que dulcificó su tono—. No es necesario.
—¿Me lo contarás? —una pausa—. ¿Todo?
Xena asintió con un gesto. Todo
lo que pueda contarte, sí.
—Venga, salgamos fuera —propuso—. Te vendrá bien. ¿Te sientes con
fuerzas?
Gabrielle se encogió de hombros, asintiendo. Y, de nuevo, cayó en
la cuenta, demasiado tarde, de la ceguera de Xena. Con una punzada de pena y un
fuerte reproche para sí misma repitió en voz alta su asentimiento.
—Sí, vamos.
—Apóyate en mí —Xena se levantó y se colocó a su lado,
ofreciéndole su brazo—. No te asustes si tus piernas te fallan. Lo extraño
sería lo contrario.
—Vamos allá —dijo Gabrielle, suspirando.
Aceptó el apoyo que le ofrecía Xena y le vino muy bien, pues
ciertamente sus piernas le fallaron nada más posarlas en tierra. Xena, al notar
su debilidad, la ciñó por la cintura y, casi sin pensarlo, pues no había sido
esa su intención consciente, terminó el movimiento, alzándola en vilo y
acurrucándola en su pecho.
—Eh… Te mostraré cómo se hace —acertó a decir la guerrera, turbada,
habiéndose sorprendido a sí misma por hacer aquello. Ya no está inconsciente, demonios, Xena, se reprochó—. Estos días me han servido de
entrenamiento —sus palabras sonaron a disculpa.
Gabrielle alzó su mirada y la clavó en el rostro cegado de la
guerrera. Se le partió el corazón y se sintió intensamente unida a ella, como
nunca antes.
—Te habrás sentido muy sola —musitó, acongojada.
—Hum, no, no tanto. Corice estuvo aquí y me ayudó mucho.
Xena sorteaba los obstáculos con seguridad, camino de la puerta.
—Corice… —susurró Gabrielle, frunciendo el ceño—. ¿Quién es
Corice?
—Oh, claro, no la conoces. Una amazona.
—¿Una amazona? —Gabrielle estaba cada vez más confusa—. ¿Por qué?
¿Qué hacía una amazona…?
Xena la silenció, chistándole suavemente. Si Gabrielle empezaba
con las preguntas…
—Te lo contaré todo, no te impacientes —alcanzó la puerta,
tanteándola con la punta del pie—. Ábrela, por favor.
Salieron y Xena la llevó hasta la silla del porche, acomodándola con
cuidado.
—El trono de la bardo —enunció en tono risueño.
—Gracias —Gabrielle terminó de embozarse con la manta que Xena le
alcanzó. Echó la cabeza atrás, cerrando los ojos, e inspiró hondo—. Se está
bien aquí —dijo, soltando el aire—. Gracias de nuevo.
—¿Por qué? ¿Por el aire
puro? —Xena se acomodó a sus pies.
Gabrielle la miró con expresión grave.
—Seguro que por muchas más cosas de las que alcanzo a imaginar.
Xena cabeceó, pero no dijo nada. Gabrielle mantuvo una mirada
preñada de tristeza sobre Xena, y después la apartó, antes de que las lágrimas
la anegaran. No quería llorar, no quería explicarle a Xena, en caso de darse
cuenta, el porqué. Sus preciosos ojos.
Miró a su alrededor.
—Bonito sitio —dijo, y se arrepintió inmediatamente de haberlo
hecho.
—Supongo que lo es. Árboles, pájaros, tierra… —Xena imprimió un
tono deliberadamente ligero a sus palabras.
—Lo siento —la voz de Gabrielle sonaba mortificada.
—¿Qué sientes?
—Por los dioses, Xena… —Gabrielle suspiró.
—No pasa nada, Gabrielle —hizo una pausa—. Por favor. Estoy bien. Solo
hay que acostumbrarse.
Gabrielle hizo un gesto de alarma.
—¿Es que es permanente? —preguntó, alarmada.
Xena sacudió la cabeza. No era de esto de lo que quería hablar. En
realidad, no deseaba hablar ahora de nada. Ella, su Gabrielle, había vuelto.
—Por favor, dejémoslo —pidió quedamente.
Gabrielle sintió un nudo en la garganta.
—De acuerdo —murmuró.
Quedaron un momento en silencio, tras el cual Xena se giró hacia
la posición de Gabrielle.
—Ya no tartamudeas. De hecho, creo que hace bastante rato.
Gabrielle sonrió.
—Es verdad.
—Descríbemelo —pidió la guerrera.
—¿El qué?
—Este sitio tan bonito. Sé que las copas de los árboles son altas
y frondosas, pues el viento juega con ellas. Que la tierra es húmeda y fértil,
pues hundo mis pues al caminar. Y que el arroyo es estrecho y poco profundo… porque
caí en él la primera vez que me acerqué a explorar —dijo Xena.
Consiguió hacer sonreír a la abatida bardo.
—¿Has sonreído? —preguntó Xena.
—Sí —Gabrielle torció el gesto—. ¿De verdad te caíste?
—Y me quemé con el fogón, y me despeñé de bruces en el porche. Sin
olvidar, claro, el mapa de mis espinillas.
—Digno de verse —Gabrielle tuvo la tentación de inclinarse y recolocar
un mechón rebelde del oscuro pelo de Xena, pero no lo hizo—. Lo escribiré en
mis pergaminos.
—No olvides añadir que, a pesar de ello, los agudos y entrenados
otros cuatro sentidos de la temible guerrera han suplido a la perfección a su
perdido compañero.
Gabrielle no dijo nada. Xena supo la razón enseguida.
—Y ahora, lloras.
—Lo siento. No puedo evitarlo. Déjame al menos eso.
—Estás cansada.
—Sí, lo estoy —Pero más aún
apenada, pensó. Por ti.
—Volvamos dentro. Demasiada actividad por hoy.
—Podría echar una cabezada aquí, si no te importa.
—Claro, hazlo. Si algo peligroso acecha lo oleré, lo oiré o lo
tocaré.
—Por todos los dioses, Xena —la frase sonó a una mezcla entre
protesta y reproche, pero sobre todo fue apagada, como si la dueña de la voz se
deslizara suavemente hacia la inconsciencia. Como así era.
—Descansa —murmuró Xena.
39
La noche había caído. Xena había acabado por entrar a Gabrielle en
brazos en la cabaña, aún dormida. Su sueño espeso la inquietaba, pero trataba
de excusarlo en la terrible experiencia.
Pobre amiga, pensó. ¿Era esta la
incertidumbre y el pesar que sentías cuando yo misma fui arrebatada por aquella
extraña inconsciencia? Fuiste muy valiente, en verdad.
La joven bardo se estremeció en su sueño.
—¿Gabrielle?
Y terminó abriendo los ojos, con un gesto confuso.
—¿Xena?
—Aquí.
—Creo que duermo demasiado. ¿Me has entrado tú?
—Ajá.
—Lo siento. Procuraré ponerme bien pronto.
—No pasa nada.
Gabrielle miró a Xena, y volvió a sentir la punzada de pesar al
ver sus ojos cubiertos. Desvió su mirada y la paseó por la estancia. Una lumbre
encendida, una mesa de madera, dos banquetas, dos ventanales, un arcón, una
alacena con alimentos, varios barriles. Tres camastros. ¿Corice, la había llamado?
—Háblame de Corice.
Xena había estado comprobando que la lámpara de aceite estuviera
alumbrando.
—Una amazona del Este.
—El Este, el Este… —murmuró—. ¿Estábamos cerca de su territorio?
No lo recuerdo.
Xena sorteó un lanzazo directo a su corazón. Qué le contaría. Qué
no.
—¿No recuerdas nada? —se acercó al jergón.
—Bueno… —Gabrielle vaciló—. En verdad, no mucho —la miró—. ¿Es
malo?
Xena sonrió levemente.
—¿Me recuerdas a mí?
—¡Por supuesto!
—Entonces, no es tan malo.
—Muy graciosa, Xena.
—No te preocupes por la pérdida de memoria. Es la confusión
inicial. Poco a poco.
—¿Qué nos pasó?
Xena sonrió ante ese nos.
Temió responderle.
—¿Qué es lo último que recuerdas? —La bardo hizo un gesto vago y frunció el ceño. Nada, pensó—. ¿Gabrielle?
—No sé. Xena. Intento recordar, pero… —volvió a concentrarse—. Tal
vez…
—¿Sí?
—A ti.
—¿A mí?
—Marchando sobre Argo. Pero, bueno —sonrió, como disculpándose—. Te
he visto partir tantas veces que ya no sé si es un recuerdo lejano o… No,
espera —sonrió—. Es sí, lo último que recuerdo. Ahora lo sé.
—¿Estás segura?
—Sí. Me pediste “por favor” que te esperara. Nunca antes lo habías
hecho.
Xena se sintió confusa por un momento.
—¿El qué?
—Pedírmelo. Por favor.
Xena sintió como si una ola muy fría se hubiera estrellado contra
su pecho. Gabrielle notó el cambio en su rostro, la tristeza invasora.
—Por todos los dioses —exhaló Xena con toda la derrota en su voz—.
Ni siquiera necesito el filo de una espada para herir. Puedo hacerlo tan solo
con omitir dos simples palabras —sonrió con amargura—. Me habría ahorrado todo
un ejército con ello.
—¿Qué…? — ¿Qué había dicho
para provocar esa reacción?, pensó Gabrielle. Xena se llevó una mano a la
sien derecha, inclinando la cabeza. Gabrielle lo notó, percibió en ella un ser
radicalmente distinto de la guerrera destructora y de la guerrera redimida.
Notó a una mujer cansada y necesitada—. A mí nunca me has herido —dejó que su
voz fluyera con suave firmeza—. Creo habértelo dicho ya. Tú nunca me herirías,
y lo sé. Te acompañé aquel día en Poteidea y lo volvería a hacer otra vez. Ya
entonces sabía que acompañaba a una guerrera y nunca he dejado de ser
consciente de ello. Nunca te he visto vacilar en tu decisión y te admiro por
ello. No me importa lo que digas o dejes de
decir, o cómo lo digas —hizo una pausa. Su voz se convirtió en un
vehemente susurro—. Porque sé lo que querrías decirme, y cómo, si pudieras
hacerlo. No me importa, Xena, créeme, y si ahora he señalado esa ocasión como
especial es porque así lo sentí, no por reprocharte las restantes.
Se produjo un denso silencio. Gabrielle miraba con intensidad a la
cabizbaja guerrera. Esta bordeó con la yema de sus dedos la cinta de tela que
ocultaba sus ojos perdidos.
—Tanto sufrimiento… —musitó Xena—. Tanto —irguió la barbilla, la
mandíbula apretada—. Debí caer en una batalla, alguien debió detener mi camino
de destrucción…
—No, no digas eso, Xena —la interrumpió Gabrielle.
—No entiendo por qué ningún filo hendió mi carne y acalló mi
oscuro corazón de una maldita vez.
—¡Xena, basta! —El severo tono de Gabrielle logró cortar el
torrente de amargura que brotaba descarnadamente de Xena—. No te consiento esas
palabras, no lo permito —notó un pequeño ahogo. Todavía no estaba recuperada,
pero no iba a dejar que Xena se autoflagerara de ese modo—. Deja de
atormentarte así, deja de herirte. El pasado está ahí, no lo vas a cambiar, ¿me
oyes? —Tomó aire—. Maldita sea, Xena, olvida y sigue adelante.
Silencio. Xena se removió, inquieta. Giró su rostro hacia la voz
de Gabrielle.
—Si tú olvidas, yo lo haré —su tono era apagado, pero firme.
—¿Qué? No te entiendo.
—Júramelo —pidió ahora con tono imperativo.
—¿Qué quieres que jure? —inquirió Gabrielle, sin entender.
—Gabrielle —Xena buscó la mano de la bardo y la retuvo entre las
suyas—. Hablas de olvido y de comienzo. De acuerdo —asintió—. Siempre lo he
deseado, pero jamás creí en ello. No para mí. Nunca pensé merecer tal cosa y en
el fondo sé que solo busco la redención… y la muerte en ella —notó el respingo
de Gabrielle—. ¿Te sorprende?
—Me duele.
—¿Ves? No necesito el filo de una espada, solo palabras.
—Por favor, Xena, basta —dijo Gabrielle, cansada—. ¿Acaso me
consideras tan inhumana que la mera idea de perderte no me duela? —había
reproche en su voz.
—No, tienes razón —una pausa—. Lo siento.
—Por una vez, piensa en ti, únicamente en ti. No eres un monstruo.
Deberías ser más consciente de la lealtad que has despertado desde que
iniciaste la búsqueda de tu redención. No soy una ignorante aldeana deslumbrada
por la idea de recorrer mundo —sonrió
quedamente—. No ya, al menos. Admiro lo que buscas y te admiro a ti por ello. Y
sé, lo siento profundamente en mi interior, que contigo, y en ti, camina mi
hogar. Dime qué quieres que jure y lo haré si tú me lo pides.
El silencio se prolongó tanto esta vez que Gabrielle se sintió
inquieta.
—Estás enfadada conmigo —musitó Xena al fin.
Gabrielle se permitió sonreír.
—Solo tu empeño en herirte enciende mi enfado. Me gustaría que
empezaras a reconocerte a ti misma la labor que llevas a cabo.
Insospechadamente, Gabrielle vio sonreír a Xena.
—Si alguna vez hubo en ti una ignorante aldeana, desde luego no se
halla en estos momentos ante mí.
Gabrielle sintió que la tensión se diluía. Lo que fuese, ya había pasado. Se reclinó sobre el lecho.
—Mejor —suspiró—. Me has agotado, Xena. Luchar contra una guerrera
terca es tan duro como hacerlo cuando está armada.
—¿Te encuentras bien?
—Solo es un poco de debilidad.
—Siento haberte enfadado.
—Yo no —dijo, con humor—. Me permite echarte una buena reprimenda
que de otro modo no habría osado.
—Desde luego —admitió Xena—. A ninguno de mis lugartenientes le habría
permitido llegar tan lejos.
Gabrielle fijó su mirada en ella. El dolor y la hiel ya no
trazaban su rostro. Suspiró quedamente.
—Pues no lo olvides.
—Yo nunca olvido, Gabrielle —pero su alma le gritó: Salvo una cosa, una sola. Sacudió su
cabeza con brusquedad, como si así pudiera arrancar de ella lo que había pasado
aquella noche. Se levantó de golpe.
—Tengo hambre. ¿Tienes hambre, Gabrielle?
—Como preguntar si los pájaros tienen alas —la bardo echó a un
lado la sábana que la cubría y deslizó sus pies hasta el suelo.
Xena se detuvo en su movimiento hacia la alacena, ladeando la
cabeza hacia el lugar en el que estaba Gabrielle, habiendo oído el roce de la
tela y sus movimientos.
—Espera, te ayudo.
—No, deja que lo intente. Debo empezar a valerme por mí misma.
Xena no quedó muy convencida. Se quedó donde estaba, atenta a los
sonidos.
—Si tengo que recogerte del suelo… —advirtió a la bardo.
Esta sonrió.
—No hay mucha distancia desde donde estoy. No me abriré la cabeza.
—Ocho pasos hasta la mesa —dijo la guerrera.
Gabrielle la miró. Claro,
así lo haces. Debes de haberlo medido todo ya.
—Hum, creo que llegaré. Ocho son pocos pasos.
—Sí, claro —dijo una escéptica Xena.
Allá
voy,
se dijo Gabrielle, impulsándose para separarse de la cama. Uf. Mareo. Náuseas.
Rodillas flojas. Se esforzó en que la sonrisa se reflejara en su voz:
—Eh, puedo.
—Hum —fue la respuesta de Xena.
Se giró hacia la alacena. Una parte de sus sentidos escogieron la
comida y el resto acompañó a
Gabrielle. Llegó incluso antes que esta a la mesa. La pobre bardo se esforzaba
sobremanera para sobreponerse a la debilidad. Xena depositó lo que llevaba
sobre la mesa y se acercó a ella. Cogió su brazo.
—Suficiente esfuerzo. Vamos —y la condujo ella el resto del
camino.
Gabrielle lo agradeció. Se sentó con una honda exhalación en la
silla. Xena se hizo con una vasija de vino y dos jarras. Regresó con ellas y se
sentó junto a Gabrielle.
—Veamos qué tal toleras algo más sólido —le dijo, sirviendo el
vino—. Comamos.
Gabrielle asintió. Cogió el pedazo de pan que le ofrecía Xena y
mordisqueó un dátil. Se removió, inquieta. El agudo sentido de Xena lo
percibió.
—¿Qué, Gabrielle?
—Hum… —vaciló—. ¿Me golpeé en…? —Se llevó la mano a la cabeza—. Me
he dado cuenta de que, bueno, mi cabello es más corto de lo que recordaba
tenerlo —trató de imprimir ligereza a sus palabras, pero Xena sabía que la
incertidumbre estaría matando a Gabrielle—. No noto ninguna cicatriz ni
chichón… —su voz se fue apagando hasta quedar convertida en un murmullo—.
Bueno, déjalo, no importa. Ya me lo contarás.
Xena suspiró. Bueno, ahí
vamos. Había estado pensando en qué decirle. Y había llegado al compromiso
consigo misma de que, si Gabrielle no podía recordar, si no llegaba a recordar
nunca, no sería ella la que destrozaría su inocencia delatando la verdad de lo
ocurrido. Si hubiese sido una devota creyente, habría pedido a los dioses que
le permitieran ese regalo a Gabrielle. No recordar jamás los acontecimientos
desde que fue tomada por el demonio. Del resto, ya se encargaría ella. Carraspeó.
—¿Recuerdas querer ir al santuario?
—¿Santuario? —La expresión de Gabrielle adoptó unas líneas de
concentración—. Hum, sí, lo recuerdo. ¿Calarbeer?
—Calarbeer, sí —confirmó Xena—. Bien, pues fuimos.
—¿Y?
Gabrielle sintió de repente una profunda aversión a lo que Xena
pudiera contarle. No por ella, sino por la guerrera. No estaba muy segura de
poder soportar el relato del padecimiento de Xena. Sus ojos, pensó, con dolor.
—No llegamos. Fuimos atacadas por una milicia que no pude reconocer.
Eran muchos, demasiados —imprimía a su voz un tono neutro—. Y, sí, fuiste
golpeada en la cabeza, duramente. No guardas ninguna lesión porque ya sanó, en
lo físico. Al parecer, te queda una laguna en tu memoria. No te preocupes, no
hay nada que quisieras recordar de ese día, te lo puedo asegurar —bordeó su
propia mentira—. A mí me reconocieron. Ya sabes, Destructora de Naciones,
Señora de la Guerra… —se encogió de hombros—. Me torturaron. Perdí los ojos. No
pude hacer nada —¿Era suficiente así? ¿La
creería?
Pero Gabrielle no pensaba en la veracidad del relato, sino en su
contenido. Le escuchó emitir un gemido sofocado. Percibió su agitada respiración.
¿Luchaba por no llorar? Se levantaba. Se acercaba a ella. Un abrazo, un desesperado
y tierno abrazo.
—Lo siento, lo siento, lo siento… —susurró, como una letanía, con
voz ahogada, enterrado el rostro en el cuello de Xena. Gabrielle la abrazaba
con fuerza, con mucha fuerza, como si quisiera envolverla, resguardarla.
Protegerla. A ella, la Princesa Guerrera. Tuvo que obligarse a tragar, porque
el nudo en la garganta le dolía. Gabrielle estaba arrodillada a su lado, y la
envolvió a su vez con sus brazos, respondiendo con igual intensidad. Maldita sea, pensó Xena. Maldita sea mi sangre y mi vida. Cómo la
amaba, cómo tendría que perderla. Lo supo entonces, en ese preciso instante. Ahora
todo era distinto. ¿Cómo pudo llegar a pensar que habría otro camino? Que
podrían continuar. Estúpida ilusa, se
dijo. Esto lo cambiaba todo. Déjate de
imágenes de ambas caminando hacia el horizonte. De tus propias promesas de
silenciar tu corazón. Tampoco eso habría sido posible. ¿No te das cuenta?
Todo habría sido demasiado intenso, demasiado agotador. No, nunca había
existido ese otro camino, no importaba lo cauta o fuerte que hubiera sido. Solo
había uno, separarse. Debía hacer que se fuera, que se alejara de ella. Ya no
podría protegerla, ya no sería la misma para ella, para nadie. Solo un estorbo.
Había decidido esto ya, dejarla marchar, tiempo atrás. Debía volver a hacerlo.
Tragó de nuevo.
—No te preocupes —logró decir—. Lo que había de ser, fue. Lo
considero un pago a mi pasado.
¿Por qué no?, pensó. Hubiese
ocurrido o no así, se lo merecía. ¿A cuántos había mutilado? ¿En cuántos matado
toda esperanza? ¿Mató a alguna Gabrielle que significara tanto como esta para
otra persona? Oh, sí, estaba segura. No tener ojos estaba bien, no pasaba nada.
Ojalá hubiera perdido sus recuerdos. O la vida.
—No —una voz serena, llena de rabia. Seguramente, la miraba con
intensidad. Gabrielle había abandonado el hueco de su cuello y apoyado una palma
febril sobre su mejilla. Su dedo pulgar bordeaba con delicadeza la tela que
ocultaba sus dañados ojos. En esta ocasión, no apareció el perro traicionero.
No pasaba nada. Era Gabrielle—. No te lo merecías. No la mujer que ahora eres.
Ojalá hubiera luchado hasta morir por ti, por evitar que te pasara esto —de
repente, sofocó un grito—. ¡Por los dioses, Xena! ¿Tuve yo la culpa? ¿Fui un
lastre?
Gritar. Eso querría Xena. Tan fuerte que reventara las paredes de
la cabaña. No, mi amor, no tuviste tú la
culpa, tú no podrías tener la culpa de nada. Tú habrías estado en tu aldea, lejos
de aquel lugar, de aquel demonio. Lejos de mí. La culpa es mía, siempre será
mía, hasta que muera, hasta que sea destruido todo vestigio de mi existencia. Volvió
sobre su mentira de nuevo. La completó.
—No, Gabrielle —cogió la mano que apoyaba sobre su mejilla, la voz
lo más firme que pudo o supo—. Lo hiciste muy bien. Pero ni la más preparada de
las guerreras habría podido hacer frente a esa milicia. Yo no pude. El clan amazona nos ayudó. Nos
encontraron y nos llevaron a su poblado. Nos sanaron. Cortaron tu cabello para
atender tu herida. Pero ahora estamos aquí, a salvo,
y es lo que importa —Créetelo, por favor, créetelo, rogó en
su interior. Cree una última vez en mí.
Gabrielle tomó aire. La notaba temblar, a través de sus manos
entrelazadas. Su agitación fue menguando poco a poco. No soltaba su mano; al
contrario, acariciaba suavemente el dorso de la de Xena con su dedo pulgar, y a
través de ese microscópico movimiento la notó tranquilizarse para, a
continuación, llenarse de resolución.
—Sí, es ahora lo que importa —era
la voz de la joven que se convirtió en mujer arrastrándola a través de un bosque
interminable, a través del enfrentamiento suicida con una milicia de
esclavistas. A través de su amor por la guerrera. Creía lo que Xena le había
contado, solo porque ella deseaba que lo creyera. No le preguntaría más. Para
ella, era suficiente. Quizás, con el tiempo, podría saber más, pero ahora no
era importante. Ahora, lo importante era qué hacer a continuación; hoy mismo,
mañana—. ¿Dónde nos encontramos, exactamente?
—En una cabaña en mitad del bosque, a varias leguas del
territorio de las amazonas del Este.
—¿Tenemos alimentos? ¿Agua?
Xena
frunció el ceño. ¿Adónde quería llegar?
No era esta la conversación que quería tener con ella. No, aunque le doliera
más allá del simple nombre. Debía…
—¿Xena? ¿Hum? —insistió
Gabrielle.
—Bueno… Sí, hay alimentos para unas cuantas semanas, y de
agua dulce nos abastece el arroyo. La comida es cortesía de las amazonas.
Un
pensamiento aleteó en la mente de Gabrielle: Han sido muy generosas, aunque quedó relegado al fondo, atenta al
repentino movimiento de Xena alzándose. Casi la desequilibró, pero la guerrera
la cazó rápidamente por el brazo, ayudándole a levantarse con ella. Cuando lo
hizo, la guerrera notó la debilidad de su amiga, la temperatura algo elevada de
su piel, la poca firmeza de sus músculos. Aún
está débil, pensó, con una punzada de remordimiento. ¿Quieres decirle ahora que se vaya por su lado, que te deje, que lo
dejéis? ¿Quieres tener esa gran conversación ahora?
—¿Xena?
El
tono preocupado, algo ansioso. Se pone
así cuando no sabe a qué atenerse, cuando la asustas, cuando la dejas de lado,
extraña a tus pensamientos. Cuando te encierras en ti misma y caminas sin ella.
Maldice otra vez tu oscuro corazón, si quieres, porque te lo mereces, Xena.
Todos tus actos, por acción u omisión, conducen a su dolor. Desechó esa
idea, pues solo detectó autocompasión en ella. No era el momento. Tenía toda
una vida para maldecirse, toda una vida para echarla por la borda. Pero aquí,
ahora, todo eso lo apartaría, todo, por ella, por Gabrielle.
—No te preocupes por la comida, hay suficiente para un
periodo medio de tiempo. El suficiente, espero, para que nos recuperemos —consiguió corregir su lengua a tiempo, pues su
mente ya había esbozado el “Para que te recuperes”, porque Gabrielle no se
merecía cargar, de nuevo sobre sus hombros, con los remordimientos acerca de la
supuesta carga que se consideraba para la guerrera. Yo también necesito recuperarme, pensar, idear el modo de arrancarme el
corazón sin que a ti te suponga lo mismo, Gabrielle. De decirte adiós sin
arruinar la poca alegría que te pueda quedar tras conocerme. Casi sonrió en
ese momento, a su pesar. Oh, vaya, bien,
lo haces estupendamente, Xena, autocompasión, ese es su nombre, es lo que estás
haciendo.
—Bueno, pues entonces, centrémonos solo en eso, ¿de
acuerdo? En recuperarnos —la voz de Gabrielle
era cauta, como pidiendo permiso.
Tomar las riendas, eso
estaba haciendo, guerrera estúpida, ahí es adónde quería llegar, casi
se abofeteó por su torpeza. Quiere quitarte
algo de peso de tus hombros. Procuró sonreírle con toda la ternura que fue
capaz.
—De acuerdo, Gabrielle —empezó
a empujarla a través de su brazo enlazado hacia donde sabía que estaba la cama—. Eso haremos —notó
cierta resistencia en la bardo, pero no la suficiente. Todavía estaba débil,
aunque no lo reconociera—. Así que vas a
tumbarte ahí y dormir un rato —atajó una
incipiente protesta de Gabrielle—. Tú misma lo
has dicho. Hay que recuperarse.
—¿Y tú? —preguntó la
bardo, vacilante.
—Yo estaré aquí mismo, a tu lado —venció
su resistencia, aunque fuera por pura debilidad. La llevó hasta el lecho y la
ayudó a tumbarse—. Me quedaré a tu lado hasta
que te duermas.
Gabrielle sonrió, notaba los párpados
pesados. Al poco, Xena percibió su respiración lenta y profunda. Permaneció a
su lado una, dos horas, escuchando la pesada y sosegada respiración de la
bardo. De cuando en cuando, algo inquietaba sus sueños y Xena la calmaba
acariciando su frente. Cuando la noche se adentró en la completa oscuridad, lo
percibió.
El
odio. Llegó hasta la puerta y salió al exterior, donde sabía que le
encontraría.
—Ares —Xena escupió su
nombre.
—La otrora Destructora de Naciones —respondió el dios, burlón.
—¿Qué quieres?
—Siempre tan impaciente. Tan brusca.
—Antes te gustaba.
—Antes me servías.
—Repito: ¿qué quieres?
—Mírate, Xena, ¿no te das asco?
Xena
irguió sus hombros y adelantó la barbilla. Inconscientemente, protegía la
entrada de la cabaña. Protegía a Gabrielle.
—Explícame, exactamente, qué debería darme asco.
—Oh, vamos —Ares agitó su
mano con desprecio—. Ciega. Tullida. Por ella —Ares señaló la cabaña con un gesto de la barbilla.
—Ella no me hizo esto —Xena
apretó los dientes.
—¿Cuántas veces al día tienes que repetirte eso para
creértelo? —su voz era burlona—. Y, además, eres su criada. La sierva de una
estúpida aldeana —hizo un gesto,
olfateando el aire—. Huelo tu debilidad. Apesta.
—¿Sabes, Ares? —Xena sonrió
con serenidad—. La serviría hasta la muerte,
si fuese necesario.
Ares
mostró un gesto iracundo, acompañado de una mueca de igual talante.
—Cuidado con lo que deseas, puede hacerse realidad —el Dios de la Guerra estaba furioso—. Es muy fácil matar a alguien como ella.
Sin apenas darle tiempo a reaccionar, Xena
estaba al lado de Ares, con su pequeña daga apuntando a cierta distancia de su
cuello. Ares sonrió, burlón.
—Más a la izquierda, querida —dijo
con sorna.
—No olvides lo que voy a decirte, Ares —Xena giró su cara hacia la dirección de la voz de
Ares. Tenía la mandíbula tensa y los nudillos se tornaron blanquecinos por la
fuerza con la que sujetaba la daga—. Si algo le
pasa a ella, encontraré el modo. Buscaré el modo de matar a un dios. Y tú serás
el primero.
—Oh, oh, oh, cuánto furia desaprovechada —Ares se apartó a un lado. Xena desconfió de su
movimiento y se hizo atrás, regresando a la puerta—. No
seas necia, Xena —observó él, sonriendo—. Podría materializarme ahí adentro en el tiempo de
un pestañeo y tú ni siquiera podrías hacer nada.
—Sé que podrías hacerlo —replicó
ella con más calma de la que realmente tenía—.
¿Por qué no lo haces? ¿Por qué no lo has hecho hasta ahora? La odias, pero no
haces nada. ¿Por qué?
Ares
no dijo nada. Y, entonces, Xena comprendió.
—No seas absurdo, Ares. No volveré a ti. Nunca lo haré —en su tono había tanta resolución como desprecio—. ¿Todavía crees que hay una posibilidad? Demuestras
tu inteligencia cuando aceptas que su muerte a tus manos cerraría completamente
ese camino, pero muy poca al no admitir que eso ya es así, desde hace tiempo.
Antes de conocerla ya había emprendido la dirección contraria, ¿no lo recuerdas?
Ya te había abandonado —Xena notaba cómo poco
a poco sus palabras hacían crecer la ira en Ares, lo notaba en su propio
corazón, aún ligado, sin que nada pudiera hacer, a la oscuridad de su padre—. No volveré a ti. Llevo tus tinieblas en mi
corazón, pero es lo único que tendrás de mí. Yo me encargaré de mantenerla a
raya.
—Te cansarás —dijo él—. Ya noto tu cansancio y tu derrota —y, súbitamente, desapareció.
Xena ni siquiera tuvo intención de replicar. Por una vez, él
tenía razón. Se sentía derrotada, cansada, como nunca antes lo había estado.
Permaneció largo rato allí, al frío de la noche, intentando encontrar una
solución a todo, cuando solo había una. Solo una. Y le partía el corazón.
—¿Xena? —Gabrielle, a
su espalda. Se giró hacia su voz—. Desperté y me
inquietó ver que no estabas.
—Aquí hace frío —Xena subió
al porche—. Volvamos dentro.
—¿Ocurre algo?
—No, ¿por qué? —Xena alcanzó
a la bardo y la sujetó de un brazo—. Entremos.
—¿Qué hacías aquí fuera?
—No podía dormir.
—Te prepararé algo caliente. Te ayudará.
Xena
sonrió débilmente.
—Eso estará bien.
Pero nada estaba bien. Nada volvería a estar
bien. Xena fue postergando la resolución que había tomado, el apartar a
Gabrielle de su lado, aguardando su recuperación y, también, exprimiendo al
máximo los días que le restaban de estar a su lado. Muchas fueron las ocasiones
en las que dudó de su decisión, pero cada vez que tropezaba, o que algo se le
caía de las manos o no era capaz de encontrar, reavivaba la misma en ella. Sin
embargo, una semana más tarde, con Gabrielle recuperando la salud a marchas
forzadas, todo se precipitó. Xena recibió un mensaje traído por un halcón. Era
de Corice. Esa misma noche, por primera vez, invocó la ayuda de un dios. Le
había dicho a Gabrielle que iba al arroyo. Allí encontró a Actia.
—Tú me ayudaste sin
que yo te lo pidiera. Me sacaste de allí —dijo
Xena.
—Así es —asintió la diosa.
—¿Por qué?
—¿Por qué no?
—No estoy para juegos esquivos.
Tu nombre es Actia, ¿verdad?
—Sí.
—Ares no te soporta —Xena esbozó una levísima sonrisa.
—La opinión de Ares no
me importa.
—¿Hasta qué punto?
—Ahora eres tú la de
los juegos esquivos.
—De acuerdo. Hablaré
claro. ¿Puedes proteger a Gabrielle?
—Afrodita ya lo hace.
—No confío hasta qué
punto podría llegar su resistencia a Ares.
—¿Hasta qué punto de
resistencia hay que llevarlo?
—Quiero que te lleves
a Gabrielle de aquí, igual como hiciste conmigo en el campamento de Usmah.
Quiero que la lleves a Atenas. Quiero que la protejas de cualquier acto contra
ella que pudiera llevar a cabo Ares.
—Porque tú no estarás
para hacerlo —adivinó la diosa menor.
Xena se limitó a asentir con un movimiento de
cabeza.
—En cuanto Gabrielle
se aleje de mí, Ares la dejará en paz.
—Creí que ya habías aceptado
lo de dejar a Gabrielle la toma de sus propias decisiones.
—¿Cuánto conoces a Gabrielle?
—Bastante.
—Entonces sabrás que
no me dejará marchar. Es muy terca.
—Pero si ese fuese su
deseo…
—¿Y mi deseo? ¿No
cuenta? No deseo ver a Gabrielle atravesada por una espada dirigida a mí.
—Si la abandonas, le
causarás un gran dolor.
—Ese tipo de dolor
sana. Una puñalada en el corazón, no.
—Habla con ella.
—Actia, en este
momento, y a pesar de los esfuerzos de las amazonas por mantenerlo oculto,
mucha gente conoce mi ceguera. No derrotamos a todo el ejército del tiyah. Muchos
huyeron, sabiendo de mi merma. He recibido un mensaje de una amazona amiga.
Grupos de mercenarios rastrean el territorio en mi búsqueda. Se están
acercando. Así —tocó la cinta de tela que
cubría sus ojos— soy una presa fácil. Pero con
Gabrielle a mi lado sería facilísima. No puedo hacerlo.
—Quizás menosprecias sus
capacidades.
—Por favor, Actia, no.
Aún si pudiera, no quiero a una Gabrielle obligada a tomar las armas por mí.
¿Es que no lo entiendes? Ya es suficiente —terminó
en un susurro.
Actia suspiró con pesar.
—Sí, entiendo.
—Entonces, no hay más
que decir —Xena tomó una bolsa de cuero que
llevaba y la lanzó a la diosa—. Por favor,
dale esto. Será suficiente para una larga temporada.
La diosa cogió la bolsa y la sopesó. Las
monedas tintinearon en su interior.
—¿Conoces la leyenda
de las almas gemelas?
—Viajo con una bardo —replicó Xena secamente—.
Sí, la conozco.
—¿Entonces?
—No tiene nada que ver
conmigo —replicó—.
Ni con Gabrielle.
—Quizás más de lo que crees.
—Yo no soy el alma
gemela de nadie. Yo no tengo alma.
—Para Gabrielle, sí.
—Deja de meter a
Gabrielle como un comodín en todo —de repente,
todo el cansancio del mundo se reflejó en su voz—.
Por favor, ayúdame a ponerla a salvo.
—Ella se siente a
salvo contigo, Xena —insistió la diosa. No le
gustaba la decisión de la guerrera.
—¿Puedes curar mi
ceguera? —preguntó Xena bruscamente.
—No —admitió Actia—.
Pero hay muchos caminos…
—Entonces, no hay más
que decir —Xena cerró sus manos en un puño y
apretó hasta que sintió el dolor atravesar sus palmas—.
Llévatela de aquí y estaré en deuda contigo toda mi vida.
Actia percibió el esfuerzo emocional que
asolaba a la guerrera y sintió una punzada de pena. Quería gritarle que sí eran
almas gemelas, pero no había nada que pudiera hacer. Nada se podía forzar. Notó
la enorme pérdida que conllevaría para Xena separarse de Gabrielle y temió
entonces que llegara el momento de percibir lo que significaría para la bardo.
Se sentía muy incómoda, no deseaba hacerlo, pero ahora no había otro camino. Suspiró.
—De acuerdo. Por tu
voluntad, lo haré.
La respuesta de Xena fue apenas un susurro,
mezcla de alivio y pesar.
—Gracias.
—¿Te despedirás de
ella, al menos?
—No lo sé —musitó. Ya era bastante doloroso pensar en separarse de
ella como para afrontar el escenario de una angustiosa despedida.
—¿Qué harás tú?
—Tengo adónde ir.
—¿Quieres que te
ayude?
—Ocúpate de Gabrielle.
Es todo lo que te pido.
—Podría llevaros a las
dos…
—No, Actia —replicó Xena, agotada por la lucha emocional que
estaba librando—. Podrías salvarnos esta vez,
y puede que la siguiente, pero no estarás siempre, y no quiero que sea así. No quiero que Gabrielle se pase
toda su vida huyendo de los demonios que yo provoqué. Su destino ha de ser
otro, lo sé. En su interior hay una luz muy poderosa y debe preservarse.
Ayudará a muchos. Ayúdala tú ahora a ella.
La Diosa Azul suspiró.
—¿Quieres saber por
qué te ayudé?
—¿Ahora quieres
decírmelo?
Actia sonrió con melancolía.
—Te ayudé, Xena, por
cosas como esta. Por anteponer el bien de otros al tuyo.
—Supongo que, por esta
vez, no negaré los cargos —había una amarga
ironía en sus palabras.
—Xena, nunca estarás
en paz si no lo deseas.
—¿Desde cuándo los
deseos se hacen realidad? —Antes de que Actia
pudiera esbozar una réplica Xena la cortó, agotada—.
Déjalo, Actia, tengo lo que merezco, no lo que deseo. Y así está bien.
—Debes buscar, Xena.
Ya lo hiciste una vez.
—¿De qué estás
hablando?
—¡Xena! —la voz de Gabrielle, acercándose.
Actia empezó a desvanecerse. Xena percibió su
marcha.
—¿Lo harás? —le peguntó, en un frenético susurro.
—Lo haré.
—Gracias —susurró, aunque ya no había nadie delante de ella
que la escuchara.
—¿Xena? ¿Estás ahí? —el tono de Gabrielle se percibía inquieto,
preocupado.
—Aquí, Gabrielle —Xena inició el camino de regreso.
—Vaya, pensé que ibas
a por agua y mira lo que me he encontrado en el porche —dijo
la bardo, agitando la mano—. El cubo.
—Ya decía yo que
olvidaba algo —Xena alcanzó a Gabrielle, pero
esta no percibió la tensión en su voz.
—¿Has mentido, Xena? —la guerrera no pudo ver la expresión de
incertidumbre que marcaba la mirada de Gabrielle.
—Anda, volvamos
dentro.
—¿Ocurre algo? —insistió Gabrielle, a la que, en esta ocasión, no
se le escapó la inquietud que parecía envarar cada célula del cuerpo de la
guerrera.
Xena sintió una profunda desazón en su
interior. “¿Te despedirás de ella?”,
le había preguntado Actia. Y no se trataba de una cuestión de querer
o no, sino de poder. ¿Podría decirle adiós a Gabrielle? ¿Podría decir adiós a todo lo que significaba?
—Entremos, Gabrielle.
Debo decirte algo.
Su tono de derrota fue lo que asustó a la
bardo. Con el miedo mordiendo su corazón, Gabrielle entró en la cabaña y se
sentó en una silla, pero Xena no pudo. Estaba tan inquieta que no podía hacer
otra cosa que permanecer de pie.
—¿Qué ocurre, Xena? —involuntariamente, Gabrielle apretaba los nudillos.
—Esta mañana recibí un
mensaje de las amazonas. Hay mercenarios que están tras mi rastro. Saben de mi
ceguera y supongo que les gusta el trabajo fácil.
Gabrielle se levantó de un salto.
—¿Te dijeron si están
por esta zona?
—Sí, se acercan. Tarde
o temprano darán con este sitio.
—De acuerdo —Gabrielle miró a su alrededor—. Recogeré solo lo imprescindible. ¿Viajaremos de
noche?
—No, Gabrielle.
—¿Por qué esperar a
mañana si…?
—No viajaremos juntas —la interrumpió Xena.
—¿Qué?
¿Por qué?
—Gabrielle, me buscan
a mí. Si nos separamos…
—No pienso separarme de
ti.
La resolución en su voz hizo que Xena
sintiera vértigo. No iba a ser nada fácil.
—Gabrielle…
—Siento tener que
decírtelo, Xena, pero estás ciega.
—No te preocupes por
eso. Viajando de noche se igualan las posibilidades —quiso
imprimir ligereza a su voz, pero no lo consiguió—.
Tú estás lo suficientemente recuperada como para viajar y…
—Estoy de acuerdo. Y
en este momento estamos perdiendo un tiempo precioso —la
bardo se dirigió a preparar el petate, pero al pasar junto a Xena esta
la retuvo del brazo. Más fuerte de lo que hubiese sido necesario.
—No viajaremos juntas,
Gabrielle —dijo Xena con firmeza—. Esos
mercenarios me buscan a mí. A mí.
—Eso no es nada nuevo,
Xena. No entiendo por qué no tendría que estar junto a ti en esto.
—¿No lo entiendes? —la presión de su mano sobre el brazo de Gabrielle
se acrecentó.
—Me haces daño —susurró la bardo, más con sorpresa que con dolor.
Xena aflojó su agarre. Le quemaba el contacto con Gabrielle. Le
quemaba la sangre que corría por sus venas. Su propia alma se quemaba en el
mismísimo Tártaro en estos momentos.
—Esta vez tengo mis propios planes, Gabrielle —su tono era frío—.
Tengo un refugio de mis tiempos de Señora de la Guerra. Iré allí. Debo detenerme,
Gabrielle. Debo pensar en muchas cosas. Quizás me quede allí, no lo sé. Una
Xena ciega atraerá a los canallas como la miel a las moscas. Allí estaré bien —dijo
esta última frase como una concesión a la que Gabrielle pudiera agarrarse.
—Eso es lo que tú harás, claro. Y supongo que ahora me dirás lo
que yo debo hacer —había desafío en la
voz de la bardo.
—Te irás de mi lado, eso es lo que harás. Nuestros caminos se
separan aquí, Gabrielle. Te he arrastrado por media Grecia en un camino que solo
era mío. Y ese camino acaba aquí.
—No.
—Gabrielle…
Xena soltó el brazo de la bardo, sintiéndose desolada. Oh, Gabrielle. ¿Cómo explicarte, cómo
decirte, que has sido asesina? No fue tu alma pero, sea como sea, fuiste lo último que vieron muchos pobres
desgraciados. Mira lo que te he hecho, nunca lo soportarías, de llegar a
saberlo. Y yo tengo la culpa. Solo yo.
—No me iré de tu lado, no te dejaré sola —no era una jovencita
terca la que le hablaba, estaba claro. Su voz tenía la fuerza de la adulta en
la que se había convertido —. Y no me convencerás.
—Ya no hay un camino que recorrer.
—Sí, lo hay. El resto de nuestras vidas.
—No, Gabrielle —debía imprimir más firmeza a su voz. Vamos, échala de tu lado, se instó, con
desesperación. Prolongarlo le estaba suponiendo una auténtica agonía —. Me iré. Sola. No te quiero a mi lado.
—Eres tú la que no lo entiendes, Xena —la voz de Gabrielle dio un
giro en su tono. Un matiz que abrió una brecha en el alma a la guerrera. Había
ternura, y dulzura, y decisión. Le hablaba, lo supo, directamente desde, y, al
corazón. Sin embargo, jamás imaginó que llegaría a escuchar sus siguientes
palabras, no de un modo tan sencillo y directo, sin transición—. Te quiero.
Silencio. Un leve respingo en la guerrera, señal visible de su
turbación. Xena lo supo, como si un lanzazo hubiese impactado directamente en
su corazón. Supo la clase de amor de la que le hablaba.
—No, no… —Xena quiso alejarse, borrar esas dos palabras, la
declaración de Gabrielle. Esto no, no
ahora, no así.
Ahora fue Gabrielle quien, cambiando las tornas, la retuvo del
brazo con una fuerza inusitada.
—Sí. Por favor, Xena —su voz era un susurro, una súplica—. Lo he
callado durante demasiado tiempo. Lo siento, debería habértelo dicho mucho
antes.
—No puedes amarme —Xena apretó los dientes, trituró su corazón.
—Pues lo hago —estaba enfadada. Gabrielle estaba enfadada. Y muy
resuelta a acabar la conversación. Sin embargo, suavizó el tono—. Por favor,
escúchame. Sé que tú sientes algo por mí, he leído en tus ojos, en tus actos…
—Ya no tengo ojos, Gabrielle, dime dónde leerás eso ahora —un tono
duro, brusco. No debía permitir que continuara.
—En tu alma —Gabrielle no se amilanó, no se alteró por su
brusquedad—. No lograrás engañarme.
—Pues, al parecer, mis ojos sí lo hicieron —Xena se apartó, dio
un paso atrás. Después, ya no supo qué
más hacer.
—No, no lo hicieron —Gabrielle se acercó a ella, dio un paso
adelante, la enfrentó—. ¿No vas a luchar esta batalla?
Xena respingó. Adivinó una sonrisa en las palabras de Gabrielle.
Eso la desconcertó más aún que su ira. Abrió la boca para decir algo, pero no
se le ocurrió nada. Por los dioses, era
una guerrera, ¡había conquistado naciones enteras! Y, ahora, la conquistada
era ella.
—Déjame en paz, Gabrielle —musitó, pero no hubo fuerza en sus palabras.
—No me engañarás con esa fachada de guerrera —dijo Gabrielle—.
Xena, por favor —la bardo colocó una de sus manos sobre el antebrazo de la guerrera.
Notó cómo se estremecía bajo su tacto—. Por favor.
Fue solo un segundo, una milésima, que pudo haberlo cambiado todo.
Durante ese segundo, Xena se rindió, le declaró su amor, cayó a sus pies, se
dejó vencer, le entregó su alma. Pero eso no sucedió en un plano consciente. No
lo pronunció en voz alta. No le dijo nada a Gabrielle. Y ese segundo acabó
diluyéndose en la nada. Las palabras que pronunció fueron otras muy distintas. Ser
fuerte, es a lo que se había conjurado.
—Perfecto, Gabrielle —sabía poner amargura en su tono. Y rencor. Y
todo lo que hiciera falta—. Nuca lo hubiese esperado de ti. Te doy pena, y esto
es lo único que se te ocurre —el desprecio le salió de lo más profundo del
alma. Pero Gabrielle no tenía forma de saber que estaba motivado por el
desprecio que, en ese momento, Xena sentía hacia sí misma. Su voz se
endureció—. Te lo vuelvo a repetir. Déjame en paz.
Apartó bruscamente la mano de
Gabrielle, que aún reposaba en su antebrazo. Fue como arrancarse un trozo de su
propia piel.
—No. Sé que ni tú misma crees en
lo que acabas de decir —Gabrielle no iba a dejarla ir tan fácilmente, ya no—.
Si quieres, suplicaré. Pero quiero la verdad.
—Te he dado la verdad —Xena se
movió por la habitación, recogiendo al tacto sus cosas—. La única que conozco.
—No te creo —Gabrielle le
arrebató el chackram de las
manos y lo lanzó al suelo, donde rodó hasta un rincón—. No te creo —musitó,
alzando una mano y sujetando con ella la barbilla de Xena. Acarició la línea de
su mandíbula con el pulgar, paralizando en el acto a la guerrera. La caricia
fue tan suave que Xena se estremeció de los pies a la cabeza —. Tú dices que me
has dado la única verdad que conoces, pero mientes —lenta, muy lentamente,
venció la resistencia de Xena y la obligó a inclinar la cabeza hacia ella—. Yo
ahora te muestro la única verdad —acercó su boca a la de Xena y la atrapó en un beso tan cálido
que para la guerrera significó un nuevo amanecer, una nueva esperanza. Sintió
que algo muy poderoso quedaba definitivamente sellado entre ellas. Algo que la
colmó. Gabrielle sintió el desfallecimiento de Xena y la sujetó—. Por favor,
cree en mí, Xena. Esta es la única verdad —Gabrielle solo pudo susurrar,
apoyando su frente en el mentón tembloroso de la guerrera—. Nuestra única
verdad.
Xena se sintió traspasada,
vencida. El beso de Gabrielle, su dulzura. Sus palabras. Supo sin duda ninguna
que, de haber emprendido alguna vez una búsqueda, esta habría sido su única
meta. Sus sentimientos, largo tiempo reprimidos, se derramaron como la miel
sobre su corazón y, por un momento, de nuevo su alma dijo sí a lo que siempre había dicho no. Se apartó la guerrera
y dejó paso a la mujer, al ser humano indefenso, a la Xena amante. Deseó sus
ojos para poder ver de nuevo a Gabrielle, aunque la bardo estaba grabada a
fuego en su interior. Recreó su rostro y, ya vencida, quiso echarse a llorar.
Pero no puedes amar aquello que
puedes destruir. Porque acabarás destruyéndola, cambiándola. Ya lo has hecho.
Ha derramado sangre por ti. Se ha convertido en una pesadilla por ti. Ella
entró en tu camino y tú la has arrastrado por él aún sabiendo el gran error que
cometías. La voz de su propia conciencia, entrando como
un hachazo de hiel. ¿Quieres verla morir por ti? ¿Deseas que tu rostro
culpable sea lo último que vea? ¿Podrás impedir que algún guerrero sediento de
tu sangre derrame la suya, que otro ser monstruoso la posea? ¿Soportarás que
llegue a odiarte por ello? Lo sabrá, algún día conocerá qué pasó y verás su
odio hacia ti. Jamás te lo perdonará. Su alma haciéndose trizas. Ya había
pasado por esto. Ser más fuerte, más cauta, menos feliz, más embustera.
No, no
sería suficiente, nunca. Esto acababa aquí, ahora. La decisión definitiva. Su
mano acarició con suavidad la cabeza de Gabrielle. Sus manos se cerraron sobre
su rostro y la obligó gentilmente a alzarlo. Sus pulgares detectaron las
lágrimas que Gabrielle derramaba. Sus dedos trazaron ese rostro que ya estaba
grabado en su interior para el resto de los tiempos. Se inclinó hacia ella. La
besó. Puso en ese beso todo su amor, todo su futuro, toda su esperanza. Quiso
explicárselo todo con ese beso. Ese beso fue su sello. Ese beso fue el primero.
Ese beso fue el último.
—Actia —susurró, con sus
labios acariciando aún los de Gabrielle.
Un
resplandor azul. Una sombra luminosa. La diosa se situó tras una Gabrielle que
navegaba, embriagada, entre la maravilla y el desconcierto.
—Xena, ¿qué…? —la bardo
cerró sus manos en torno a las muñecas de Xena cuando percibió la presencia de otro
ser.
—Te quiero, Gabrielle —el
susurro de Xena fue una despedida. Una declaración de amor y renuncia en una
sola—. Por tu bien y el mío, te
lo juro, lo hago.
Actia
se acercó más a Gabrielle.
—Xena, quizás… —la diosa
hizo un último intento.
—No —la guerrera apretó
los dientes—. Hazlo.
—¿Hacer, qué? —Gabrielle
se giró para ver a la diosa situada a su espalda—. ¿La Diosa de la Serenidad? —Regresó su atención a Xena—. ¿Qué…?
Actia
posó su mano sobre el hombro de Gabrielle y el mismo resplandor que la rodeaba
empezó a engullir a la bardo. Gabrielle se sintió desfallecer. ¿Qué demonios
estaba pasando? Había pasado de una inmensa felicidad —¡Xena le había dicho que la
quería! ¡La había besado!— a una inquietante perplejidad. Aferró con
fuerza las manos de Xena, pero sentía que algo la alejaba de allí. ¡No, no, no! Intentó resistirse, si de algo servía su mera voluntad. Se sintió
desgajada. ¡Xena la estaba dejando
ir! Estaba renunciando a ella,
definitivamente. Toda la verdad que su alma había reconocido con el primer beso
había sido ratificada por el segundo. ¿Por qué entonces esto? La mano de la
diosa incrementó su presión. Entendió entonces que Xena consideraba que era lo
mejor para ella. Que alejarla de ella la preservaría del mal. ¡Pero Xena se equivocaba! Debía hacérselo ver. Debía decirle que no se
preocupara por ella, debía hacerle entender que ella asumía esa
responsabilidad. Creía habérselo dicho ya. Y, sin embargo, la estaba apartando
de sí. Lejos de ella.
La
estaba abandonando, pese a su promesa de no dejarla nunca. Xena la estaba
traicionando. Su corazón le gritaba la verdad y Xena hacía oídos sordos. Podrían
haberlo intentado, quiso gritarle. Podrían haberlo hecho juntas. Juntas lo
podrían todo, estaba segura.
Pero
Xena se daba por vencida. Y arrastraba a Gabrielle con ella.
La
miró. Había dolor en su rostro, no podía negarlo. Xena también se rompía por
dentro. Pero ella
lo había elegido. Ella había planeado esto. Seguía considerando que Gabrielle no era lo
suficientemente madura como para tomar el control de sus propias decisiones, y
eso le dolía. Quiso odiarla por ello, pero no pudo; aún no. Su alma reconocía
el dolor de ambas y supo que Xena también lo estaba sintiendo.
La
miró, una última vez. Y desapareció.
Xena
supo el preciso instante en el que Gabrielle fue llevada a otro lugar porque, sencillamente,
se sintió morir. Cuando el resplandor azul aún permanecía en tenues jirones a
su alrededor Xena hincó la rodilla en tierra, enferma de dolor y
remordimientos. Sabía que era lo correcto. No la forma, pero sí el fondo. En su
camino de sangre no había sitio para Gabrielle. Ahora, solo debía acostumbrarse
al inmenso dolor que eso suponía.
Partió
esa misma noche. Azuzó a Argo hasta el límite. Sentía un lacerante dolor en
cada rincón de su cuerpo, de su alma. Al segundo día de viaje, mientras
permanecía escondida en una cueva esperando la caída de la noche, Actia hizo
acto de presencia.
—¿Ella
está bien? —le preguntó a bocajarro.
—No —Actia
tampoco se detuvo en consideraciones que se lo hicieran más fácil—. Le has roto
el corazón. Podría haber entendido que no la amaras, pero no lo que hiciste.
Para ella ha supuesto una traición.
—Es
por su bien —insistió Xena, como una letanía que se repetía a sí misma una y
otra vez.
—Eso
dices tú, guerrera. Pero ella no comparte tu opinión. Ella confía ciegamente en
el poder del amor que os une.
—Almas
gemelas —susurró Xena.
—Ahora
lo reconoces, ¿verdad?
—Sí
—musitó, ahogándose de pena—. Tenías razón, tengo un alma. La suya. Creía estar
vacía por dentro, pero ella me colmaba.
—Y tú
la colmabas a ella.
Un
pensamiento atravesó a Xena como un rayo.
—¿Ella
siente lo mismo que yo en estos momentos?
—Sí.
—Estará
destrozada —susurró.
—Lo está.
—¿Puedes
hacer algo?
—Puedes
hacerlo tú. Vuelve con ella.
—No —le costó decirlo, aunque la
tentación era inmensa. Pero había sido su decisión definitiva. No había vuelta
atrás—. Sigo pensando que es lo mejor para ella.
—Pero
no para ambas.
—Yo no
importo.
—Tú lo
eres todo para ella —la diosa se planteó no seguir hablando, pero lo hizo.
Debía saberlo todo—. Escucha, Xena, ese primer besó selló vuestras almas,
vuestro viaje a través del tiempo. Os habéis encontrado, y eso no ocurre
siempre. Hay almas gemelas que jamás se encuentran y penan por ello toda su
vida, llegando a su fin incompletas y perdidas. Pero Gabrielle y tú lo habéis
conseguido. Nunca lograrás entender del todo la magnitud de lo que eso
significa. El beso fue la unción de vuestra unión. Gabrielle lo inició y tú
respondiste con la misma verdad. Ya estáis unidas de por vida. Sin embargo, hiciste
algo que jamás había tenido lugar a lo largo de los tiempos. La has rechazado.
Has roto el pacto. Y el dolor ha entrado en él. Lo que otrora fue amor se ha
trastocado en dolor. Para ambas. Para siempre.
—¡Pero
ella no tiene la culpa! —protestó Xena.
—Eso
no importa. Tú lo decidiste por ambas. Recuérdalo, estáis unidas.
—Yo no
quería causarle ese daño —gimió.
—Ya es
demasiado tarde.
—Tiene
que haber algo que pueda hacer. No quiero que sufra, Actia.
Actia
se planteó no continuar. Callar lo que sabía. Pero consideró tres cosas: una,
Xena no cambiaría su decisión de volver a Gabrielle, pensando que había hecho
lo correcto; dos, Gabrielle no había sido quien había tomado esa decisión y,
por último, Xena parecía ser más fuerte. Así que le dijo:
—Hay
un modo de paliar el dolor, al menos en una de vosotras.
Xena
alzó la cabeza hacia la voz de la diosa.
—Te
escucho.
—Si
una de vosotras renuncia voluntariamente al amor de la otra, si pide que la
otra deje de amarla, el dolor podría
desaparecer.
—¿Podría?
—No
hay ninguna seguridad en nada, Xena. Ya te lo he dicho, es la primera vez que
algo así sucede.
—Está
bien.
—Aguarda.
No es todo. No alcanzo a saber qué repercusiones podría haber para la que
renuncie, o aún para las dos, entiéndelo. Ni siquiera si funcionará.
—Lo
entiendo.
—La
poderosa corriente de amor mutada en dolor seguirá ahí. En una de vosotras. La
que renuncie.
—Yo lo
haré —susurró—.
Yo renunciaré.
—Albergarás
todo el dolor —le advirtió.
—Está
bien, Actia. Lo soportaré.
—También
quedará amor, pero ahora no correspondido, huérfano. Si pides su renuncia, su
corazón dejará de sentir tu nombre, pero tú seguirás amándola. ¿Alcanzas a
comprender lo que eso significa?
Xena
apenas podía articular palabra.
—Sí
—susurró—. Haz mío su dolor. Lo merezco. ¿Qué
he de hacer?
—Una
renuncia consciente y voluntaria. Desde tu corazón.
—¿Cómo?
—No
hay ninguna regla para eso.
Xena
calló durante unos segundos. Al cabo, gimió, impotente.
—Mi
corazón se niega, Actia.
—¿Y te
sorprende? Tu corazón jamás renunciará a ella. Tu alma reconoció esa verdad y
ahora está grabada indeleblemente en ti.
—Por
favor, Actia, percibo su dolor. Ayúdame, por ella.
La
diosa suspiró. Se acercó a la guerrera y posó su mano sobre su pecho.
—De
acuerdo, Xena. Sigue pagando tus errores a tu manera. Por tu voluntad. Hazlo
ahora.
Y Xena
lo hizo. Renunció conscientemente al amor de Gabrielle, lo dejó marchar. Lo
acunó una última vez en su interior, lo contempló y le dijo adiós.
Su
nombre y su rastro fueron borrados del alma de Gabrielle.
Todo
por Gabrielle. Lo que fuese, por Gabrielle.
40
Gabrielle
se llevó una mano al pecho, atravesada por un rabioso y súbito dolor. Las
paredes de la habitación de la posada donde se había alojado se desdibujaron
durante un instante ante sus ojos. Un regusto amargo le subió por la garganta y
se sintió sin aire en los pulmones. Cayó al suelo, sin fuerzas. Sintió náuseas
y apoyó la cabeza sobre el frío suelo de piedra. Se abrazó a sí misma, pero el
dolor la traspasaba de parte a parte. Empezó a gemir quedamente. El dolor la
invadía por oleadas, de forma incansable, arrasadora. Se sintió morir.
Antes
de perder la consciencia, una sola palabra cruzó su mente: No.
41
Xena
despertó. Había yacido acurrucada en el suelo de la cueva, doblada sobre sí
misma. Sus labios resecos se entreabrieron, y lo primero que sintió fue miedo.
Un profundo e insondable miedo.
Estaba
sola.
Sola
de nuevo en el camino.
***
Próximamente: "De todas las cárceles" (conclusión de la trilogía)
Próximamente: "De todas las cárceles" (conclusión de la trilogía)
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